XXI
El primer día del año amaneció despejado. Como era habitual, los caballeros y escuderos oyeron misa. Después de tener limpia el alma, fueron a desayunarse. Unos cuencos con leche caliente y una hogaza de pan, para hacer sopas, fueron suficiente para mantenerse hasta la segunda comida. La Regla santiaguista no era muy profusa en cuanto a la alimentación de forma directa. Pero sí indirectamente. Así, regulaba los días en que se podía comer carne (domingos, martes y jueves), dejando los otros para los de pescado o de huevos. Y todos los días de ayuno.
Los caballeros comenzaron a debatir la organización de sus infraestructuras y de la intendencia.
Lo primero que acordaron fue el nombrar albéitar, pues era de importancia el que estuviese alguien al cuidado de los animales, tanto de cabalgadura, tiro y alimentación. Recayó en Rigoberto. Todos consideraron que era la persona idónea, pese a su juventud. Y «le tendría entretenido» —pensó Fajardo.
En esas estaban, cuando fue avisado don Alonso de que tenía una visita. Pidió disculpas al resto y salió del refectorio de su casa, donde estaban reunidos, al recibidor de la misma. Y se llevó una grata sorpresa.
Era Alonso Yáñez Fajardo. Hijo de don Alonso. Había participado con él en sus primeras armas, en 1457 y 1458, siendo un caballero destacado en toda ocasión. Especialmente en la defensa que hicieron de Lorca, aunque a la postre fue perdida.
No llegaba a los treinta años. Llevaba una veste de color dorado viejo con franja verde a la izquierda en el pecho y en la derecha abajo, como las armas de su apellido,
—¡Querido hijo! ¡A mis brazos! —dijo don Alonso, abrazándolo.
—¡Padre! Me alegra el veros —contestó Yáñez.
—Pasad, mi buen Alonso. Acomodaos. Id a ver a vuestra madre y, luego, regresad con nosotros. tendréis muchas cosas que contarnos —le dijo don Alonso.
Mientras Yáñez saludaba a su madre, los caballeros ultimaron las obligaciones de Rigoberto como albéitar. Cuidaría del bienestar de todos los jamelgos, mulos y asnos de la partida. Asimismo, cuidaría del gallinero, de las cabras y de la cochinera, procurando que engordasen, bien para ser sacrificados para la alimentación de la casa, bien para huevos y leche. Haría también las veces de mayordomo, encargándose de la compra de pescado a los marineros lugareños y de frutos y hortalizas a los campesinos. Se le fijó una retribución de doscientos sueldos anuales.
Regresó don Alonso Yáñez al refectorio, donde estaban los caballeros de consejo. Era importante ir concretando las distintas funciones de todos ellos, pues estaban ante su destino definitivo. Al menos el de don Alonso. Muy lejos en distancia y en modos de la frontera, mas era lo que tenían y habían de admitir.
—Contadnos, don Alonso Yánez —le inquirió don Diego. Estamos ansiosos.
—Después de que os marchaseis, las tropas de don Pedro Fajardo entraron en Caravaca y os buscaron, don Alonso, por toda la ciudad. He hicieron mucho daño en la búsqueda. Y cuando se convencieron de que no os hallabais en la ciudad, prometió buscaros en toda la Tierra —contó el hijo de don Alonso.
—¡Maldito! —exclamó don Alonso. ¿Decís que hizo mucho daño?
—Lo hizo —contestó su hijo. Ordenó que todas las casas tuvieran las puertas abiertas y se le dejara entrar a las tropas abiertamente. Sin resistencia, entraron en muchas de ellas y la soldadesca mató a cabras y otros animales. A las que estaban cerradas por estar ausentes sus propietarios, las derribaron y entraron destrozando todo lo que había en su interior. Fue una entrada a saco, con autorización indirecta de don Pedro.
—¡Qué horror! —voceó Arróniz,
—Nunca en todos mis años de armas vi cosa semejante a como nos cuentas, querido hijo, respecto a la población amparada en las murallas de nuestras villas —dijo Fajardo. Contra los moros y en batalla, no dimos cuartel, aunque sí fuimos clementes. Pero en las villas nuestras…
—¡Y el rey dándole amparo! —se lamentó Tudela.
—El rey está manipulado. Lo tienen engañado y él, además, se deja engañar. ¡Con todo lo que le he dado y nos paga así! —dijo don Alonso.
—Don Pedro —intervino Yáñez— ha prometido haceros guerra a muerte, os halléis donde os halléis.
—Estaremos seguros al amparo del rey de Aragón, porque el castellano ambiciona Navarra y ello les enfrenta. Por el momento, nada hemos de temer —afirmó Fajardo.
Aunque se sentían seguros, aquellos caballeros tenían la inquietud de que se les terminara la tranquilidad de un día para otro. Aún no habían empezado a residir en Benidorm y ya tenían la espada de Damocles de la persecución de don Pedro Fajardo. Con ella habrían de vivir, si bien nada les aparentaba estar en peligro.
* * *
Rigoberto apenas había visto a Raquel desde que llegaron a Benidorm. Dedicada a los cuidados del náufrago, junto con doña Jimena y él, ocupado en sus menesteres de escudero, ahora ampliados con su reciente designación, no habían tenido un momento para dedicarse. Así que aquella tarde el joven acudió a su casa a buscarla. Intentaría dar un paseo con ella por los alrededores.
Cuando llegó, Raquel estaba sentada en el poyo de la entrada, en el atrio. Estaba bellísima. Bajo una crespina, se atisbaba su negro cabello, que enmarcaba a su rostro divino. Un vestido azul encajaba a la camisa, semi abierta a la altura de sus pechos, con unos cordones que estaban sueltos. Un cinturón resaltaba su talle.
Se sentó a su lado. No sabía cómo empezar. Habitualmente, hubiese hablado primero con su padre y, tras recibir su autorización, le habría pedido la mano. Pero, la situación no permitía ese protocolo. Así que debía empezar a preguntarle a ella si quería ser su dama. Él, haría todo lo humanamente posible para que se autorizara su matrimonio.
Rigoberto le comunicó a Raquel que había sido designado albéitar, con doscientos sueldos anuales.
—Es un buen dinero —contestó la joven.
—Sí que lo es y eso me permitirá ir pensando en armarme caballero y en formar una familia… —dijo Rigoberto.
Raquel, al oír esto último, recibió una rampa en su columna vertebral. Como si un rayo le hubiese caído del cielo, se erizó y demudó su semblante. No lo tomó como una indirecta. Consideró que, si Rigoberto buscaba esposa, sería cristiana y ello supondría que se separarían. Le dieron unas irrefrenables ganas de llorar.
—Perdonad, Rigoberto. He de ir a a ver a doña Jimena. Y entró a la casa sollozando en su dolor.
Rigoberto contempló su marcha. Quedó perplejo. Desolado…