XIX
—¡Ea! —exclamó Arróniz, para romper el momento pesaroso en que se había convertido la reunión— brindemos por nuestras nuevas vidas. ¡Por nosotros!
—¡Por nosotros! —contestaron los demás.
La realidad es que María de Quesada, desde la más tierna infancia de su hijo don Pedro Fajardo, conspiró contra don Alonso y convenció al rey de que era un felón.
—El marqués de Villena, mi tío, presionó al rey Enrique —afirmó don Alonso— para darse a buenas de que me hiciesen guerra. Le otorgó poder de representación para hacerlo valer donde fuese necesario: «...doy autoridad y facultad y poder cumplido al dicho Adelantado Pedro Fajardo para que por su persona y con aquellas gentes de caballo y de pie que él entendiere que cumple, vaya contra el dicho Alonso Fajardo, y contra sus parciales y adherentes y de su opinión y les prenda en sus cuerpos y les hagan guerra cruel y todo el mal y daño que pudieren en sus personas y en todos sus bienes y cosas...».
—Con esas circunstancias, nos fueron cercando en nuestras villas —prosiguió don Alonso— y fueron minando poco a poco nuestras capacidades. Aunque, sin duda, la traición de Martín del Castillo, que entregó Alhama con una argucia infantil, simulando ceder ante el cerco pactado…
—Ese acto fue una felonía imperdonable —interrumpió Teruel.
—Así fue. Una desconsiderada mentira. Y nos debilitó el flanco sureste —afirmó Fajardo.
—Dios le castigará en todo pues, como vos decís, don Alonso, no hay peor enemigo que el amigo perjuro —aseveró Arróniz.
—Ciertamente que su maldad es espantosa —confirmó Soto. No tiene perdón. Que yo sepa, está refugiado en la Corte de Castilla. Ha buscado el amparo del rey.
—Entregó Alhama a Gonzalo Carrillo —expuso Fajardo. Malditos sean donde se hallen.
—Y el rey, premiando a don Pedro, a cada ocasión que ha tenido —dijo don Pedro de Arróniz. ¡Es una gran sinrazón!
—Ciertamente, buen amigo. Más que una sinrazón. ¡Es un sindiós! Porque el Creador no puede consentir estos atropellos. Es propio de diablos y no de la alta alcurnia que se le presume —afirmó “El Bravo”.
—El preceptor del rey, Juan Pacheco, Marqués de Villena, llegó a atribuir a otros los logros de don Alonso —aseveró don Juan.
—No he hecho otra cosa que servirle. Y, aplicar la lex alteritas, por la que se pacta con el enemigo, si es necesario, antes de perder una plaza. O, lo que es más plausible, para ganarla —determinó don Alonso.
—Por supuesto que sí. No nos quepa duda —afirmó don Diego.
Prosiguieron un buen rato más los caballeros sus disquisiciones, lamentándose del comportamiento del rey castellano para con don Alonso.
Por último, decidieron ir a ver a don Diego Fajardo a la mañana siguiente. Los acompañaría don Juan de Soto y, seguidamente, partiría para Murcia.
* * *
En casa de Leví, el náufrago permanecía inconsciente. Atendido por el judío, ni despertaba, ni parecía que lo fuese a hacer. Completaban sus cuidados Raquel y Jimena.
Para Tariq, aún con el brazo en cabestrillo, era su primer paciente. Hacía los mandados de Leví y comenzó a preparar algunos ungüentos para las cataplasmas que le ponían al infortunado para intentar recobrarlo.
Se acercó Leví al desconocido. Era un verdadero vegetal, sin reacción alguna. Comenzó a explorarlo detenidamente, centímetro a centímetro. Golpeó con el martillo, metódicamente, las rótulas y los codos. Cavó agujas en glúteos y pechos. No obtenía respuesta alguna. Con los ojos cerrados, respiraba pausadamente, pero no daba otra señal de vida. Se le aplicarían cataplasmas en la frente, compuestas conforme a la fórmula magistral que Vicente Bellvís había prescrito en su Tratado. Irían sucediéndose mientras se mantenían calientes. Era un caso extrañísimo. Leví no había visto nunca nada igual.
El objetivo era mantenerle las constantes vitales, especialmente la temperatura y los latidos del corazón. Después de ello, tratarían de dar con la posibilidad de despertarlo. Y había que alimentarlo. Un verdadero problema este último.
Leví ideó una opción: darle alimento líquido, mediante un émbolo que le permitiera ingerir y conjugar su respiración. Era la única solución.
Con paciencia infinita, Raquel y Jimena, fueron cambiándole las cataplasmas y permanecían a su lado día y noche. Turnándose sin descanso.
* * *
Y aquella noche don Alonso, cumplidas las prohibiciones de la Regla de la caballería santiaguista, que obligaba a no tener relaciones sexuales en Adviento y, sosegado en su nueva residencia, hizo el amor a doña María que estaba solícita y receptiva para entregarse con pasión, como si tuviesen veinte años. Abrazada a su esposo permaneció toda la noche.
(Continuará...)
Además del texto, si duda lo mejor, me gustan las ilustraciones de cada capítulo.
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