—¿Qué sucede galopín? ¿Por qué me despertáis en una noche como esta?
Difícil es que se atreva a estar sin resguardo, cristiano o moro alguno. ¡Voto
al diablo! ¿Qué decís que habéis visto? —interrogó
el sargento con mal genio al joven de guardia, mientras se acoplaba el capote
para guarnecerse del agua de lluvia y del viento, asomándose por una almena
apoyando una mano en uno de los merlones.
—La luz de un rayo ha iluminado
aquella zona, por la que he visto venir, al menos, a tres de a caballo —señaló
el infante en la dirección en que vio a los intrusos.
Le mandó callar intentando
oír el sonido del cabalgar de los caballos, pero el intenso ruido del chapoteo
de las gotas de lluvia sobre el suelo ensordecía a cualquier otro.
De súbito, un nuevo rayo iluminó con
intensidad en la zona lejana del camino y pudo ver claramente dirigirse a la
torre a tres sombras inquietantes.
Tras unos minutos, el rumor de los
cascos de los caballos se hizo audible y quedó disipada toda duda sobre la
inminente e inesperada visita.
Cubierto la cabeza y envuelto su
cuerpo con el capote de piel, el sargento Beltrán, con su corta estatura, parecía
por la espalda una especie de alimaña desconocida, iluminada de vez en cuando
por el relumbrar de los rayos. Junto a Juan Robles, el joven infante concejil,
alto y robusto, parecía aún más pequeño de talla.
—Preparad el farol y encendedlo cuando
yo os diga y avisad a Lope —previno Beltrán a Juan quien, cobijándose en la
garita de madera que protegía el hueco de la escalera de acceso al hollado de
la torre, abrió el portalillo del farol de señales, colgado en una de sus
paredes laterales y comprobó que la mecha estaba dispuesta y tenía aceite
suficiente.
—¡Alerta! ¡Alerta! —gritó Robles para avisar a
Lope, el otro infante de la guarnición, que estaba en turno de descanso en el
interior de la torre. Los tres componían la dotación militar de aquella torre
de vigía, cerca de la zona de nadie en la frontera con el reino Nazarí por
Huéscar. Con la Torre de Los Alcores, en los márgenes cercanos al río Chopea, y
la Torre Jorquera, cerca del río Al-quipir, ambas troncocónicas, se constituía
un sistema de vigilancia para dar aviso de movimientos amenazantes de posibles
algaras y correrías de los moros, tanto a la población como a las fortalezas de
Poyos de Celda y de Caravaca.
Se acompañaban de un sobrino de
Beltrán, Rigoberto. Un mozalbete con aspiraciones a escudero, que fue recogido
por el sargento cuando sus padres y dos de sus hermanos fueron apresados por los
moros en una de sus temidas cabalgadas, hará algo más de un par de años, sin
haberse podido aún rescatar. Se encargaba de mantener limpias las estancias de
la torre, que eran dos pisos diáfanos. Un primero, sobre pavimento sólido a
tres varas de altura y donde se situaba la puerta de acceso; y otro segundo,
con suelo de madera, para el cuerpo de guardia y donde se situaba el armero,
bien provisto con arcos y ballestas, con sus flechas y saetas.
La planta primera servía de
dormitorio. En la segunda, se desarrollaba la mayor parte de la actividad
diaria y donde se elaboraban las comidas que preparaba Rigoberto en una cocina
de chimenea semicónica, con base de lajas aislantes de pizarra. Solía estar
encendido el hogar día y de noche, aun en verano. Su hilo de humo blanco
constante daba tranquilidad a los propios, pues significaba que todo iba normal
y avisaba a los enemigos de que la torre estaba de servicio. Para advertir de
cualquier peligro, se prendía una gran hoguera en el centro del hollado de la
atalaya, siempre alimentada con leña y cubierta por una piel ensebada, que se
prendía para alertar de cualquier peligro con su gran humareda, de día, o con
la potente iluminación de su fuego, en la noche. La almenara era la razón última de la construcción de estas torres ópticas.
Cada mañana, el joven Rigoberto,
se acercaba hasta una gruta secreta, cercana al río, donde estaba disimulada
una cuadra que daba cobijo a dos mulas ya entradas en años y un buen caballo. Las
primeras eran el elemento de transporte de material de la guarnición y el segundo
el de correo de socorro. Un curioso sistema de refracción permitía que la luz
solar entrara en la caverna iluminándola y así evitar que las acémilas pudieran
quedar ciegas al salir de ella, por permanecer a oscuras. Estaban bajo la
custodia de Acacio. Un anciano eremita que fue autorizado a vivir en la cueva,
al cuidado de las caballerías y dedicado a la oración en soledad. Mantenía el
enmascaramiento de la gruta con ramas de árboles abundantes en hojas, que la
ocultaba de toda vista. Como él decía, su familia eran aquellos nobles
animales, a quienes cuidaba esmeradamente.
—¡¿Quién ha en la torre?!—gritó uno
de los caballeros próximos ya a la atalaya.
—¡Gente de nuestro Señor Jesucristo! —respondió
el sargento con voz grave y vigorosa.
—¡Alto a la guardia! ¡Decid la seña
ante de acercaos más! —vociferó el infante, en su estricto papel de centinela.
—¡Cruz Bermeja! —se oyó decir a unos
de los visitantes.
—Encended el farol y alumbrad —ordenó
a Lope, quien, con presteza, se acercó hasta la almena por la que se asomaba
Beltrán.
—¡Abrid a vuestro señor don Alonso! ¡Paso
franco!
—A la luz del farol, ayudado por algún
que otro rayo, Beltrán puedo distinguir el pendón dorado con las tres ramas de
ortigas verdes de su señor Alonso Fajardo, portado por el primer jinete. Le
acompañaban otros dos, sin duda y por sus cabalgaduras, también caballeros. No
era fácil reconocer los rostros mas, al ser la seña dada la correcta, era
menester permitir el acceso a la torre a aquellos viajeros de apariencia
errabunda.
Ordenó a Lope —que también estaba
asomado— que procediera a abrir la puerta y colocar la escala. En un minuto, se
escuchó el crujir de la puerta y se instaló una escalera de madera, por la que
bajó Rigoberto primero y, tras él, Beltrán que, ya en la cercanía, reconoció a
su señor Alonso, ante el que se postró y quien le tomó por los hombros alzándolo.
Descabalgaron los otros hombres haciéndose cargo el adolescente de los caballos
para llevarlos hasta la gruta que les hacía de cuadra. Los caballeros subieron
a la torre.
Continuaba lloviendo con intensidad.
Alumbrado por una linterna de aceite, se llegó Rigoberto hasta las cuadras.
Gritó la contraseña convenida y Acacio retiró unas de las ramas que ocultaban
la entrada a la gruta.
—¡Ave María!, saludó Rigoberto.
—¡Llena
es de Gracia! —le contestó Acacio.
Desaparejaron a los caballos,
acomodándolos en las caballerizas y, mientras el eremita volvía a ocultar la
entrada, Rigoberto partió corriendo de regreso a la torre. Trepó por la
escalera y la retiró, introduciéndola de nuevo en el edificio. Le aguardaba
Lope, quien cerró la puerta. Puso su farol sobre la repisa de madera de la
pared de la derecha. La estancia ganó en iluminación, hasta entonces en semipenumbra.
Subió hasta la planta superior, por la
escalera de madera enclavada en la pared a la que circundaba en ascendente
caracoleo, donde estaban los ilustres visitantes. Al ver a don Alonso se
arrodilló ante él.
—Es mi sobrino Rigoberto, Señor.
Aspira a ser escudero —le comentó Beltrán a don Alonso. Servid a estos
caballeros de vuestro caldo caliente, que les hará bien —le ordenó.
Se encontraban los recién llegados
despojados de sus capotes, arrimados al hogar para secar sus ropajes y calentar
sus manos. Las brasas mantenían caliente un puchero de barro que contenía una sopa
de ajos con cerveza. Rigoberto, tomó tres cuencos, cortó unas rebanadas de pan
que dispuso en su fondo y los llenó con aquel caldo que olía a gloria y que dispuso
en la mesa central, junto con tres cucharas de madera. Los ilustres visitantes
se acomodaron a la mesa y, tras dar gracias a Dios y bendecir aquel apetitoso
alimento, comenzaron a tomarlo.
La tempestad continuaba descargando
con fuerza y el viento arreciaba, colándose sus silbos por las rendijas y
cornijales de la edificación. Lope colocó un buen leño en el fuego y lo avivó,
para tratar de caldear la estancia.
Permanecían los caballeros en silencio
mientras tomaban educadamente su reconstituyente sopa. —«La
educación de un caballero se aprecia siempre en la mesa»,
le decía siempre Beltrán a su sobrino. Y así era.
El alférez don Diego Tudela,
aparentaba unos cuarenta años. Fuerte, robusto, y de elegante porte, desabrochó
su gambesón acolchado dejando ver la veste de debajo, de amarillo y azul
oscuro, los colores de su linaje. Depositados sus escudos y espadas en el
armero, fueron relajándose poco a poco, rebajando la tensión con que llegaron.
—¡Ya
parece que entré en calor! ¡Vive Dios! —Exclamó el alférez con su voz grave.
¡Buen puchero este el vuestro!
Al quitarse el jubón don Lope de
Espinosa, dejó a la vista su sayo que, confeccionado con los colores amarillos
de su abolengo, lucía un llamativo corazón carmesí al pecho.
Aquél, caravaqueño. Lorquino éste.
Eran, sin lugar a duda, los más fieles de entre los fieles caballeros de la numerosa
hueste de don Alonso.
Sin embargo, éste no se despojó ni
siquiera del almófar de hombros y cuello. Parecía estar dispuesto a entrar en
combate en cualquier momento. Siempre listo. Siempre alerta. Cuando terminó de
vaciar su cuenco, tomó un trozo de queso que había cortado el mozalbete Rigoberto.
Sorbió un poco de vino y volvió a dar gracias a Dios.
Y, entonces dijo al sargento: «mi buen
Beltrán. Disculpad que os hayamos sorprendido con esta inoportuna visita en tan
noche endemoniada como esta con la que Dios nos ha castigado». Fue cuando, en pie, comenzó a desvestirse tanto de las prendas de protección como
las de abrigo, asistido por don Diego, hasta que quedó a la vista su sayo
blanco con una cruz bermeja de cuatro brazos al pecho, de la que recibía su
cariñoso apodo. Sólo él se atrevía a lucirla. Pese a ser signo identitario de
patriarcas, maestres y arzobispos, el moratallero don Alonso Fajardo de Porcel
Rodríguez de Avilés Mexía y Pacheco, caballero de la Orden de Santiago. Señor
de Lorca, Mula, Alhama, Cehegín, Tobarra y Letur. Señor de Xiquena, Señor de
Tirieza, Alcayde de Lorca, regidor de Murcia. El gran vencedor en la Batalla de
Los Alporchones, ha unos años que había trocado la cruz de Santiago de su
pecho, por la del Santo Leño de Caravaca, de cuya villa era también Señor.
—No era nuestra intención alterar
vuestro régimen de milicia en vuestras labores de vigía. —Dijo con su voz grave
y vibrante, que impresionaba. Deseábamos llegarnos al castillo de Taibilla,
pero nos sorprendió la tormenta y, ante la inconveniencia de proseguir el
camino bajo esta condena de agua y rayos, optamos por refugiarnos en esta
torre.
—Y mucha honra nos hacéis, don Alonso,
aunque no hemos muchas comodidades, lo que tengamos es de vos y para vos —respondió
Beltrán reverencialmente.
—Pasaremos aquí la noche. Dadnos el
mejor acomodo que podáis, buen freire, pues ha nos es falta el descansar.
—Usamos de dormitorio la planta
inferior. En ella encontraréis mullidos jergones en que acomodarse y pieles
curtidas de cobertores que os protegerán del frío. Nosotros, la guarnición,
velará vuestro sueño.
—Gracias. Que Dios os lo tenga en su
cuenta.
Descendieron los caballeros hasta la
primera planta donde se recostaron en los marragones dispuestos junto a las
paredes. Musitaron sus últimas oraciones del día y quedaron dormidos profundamente. Estaban verdaderamente cansados, quizá más anímica que
físicamente.
(Continuará...)
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