domingo, 16 de marzo de 2025

SOEZ COSA ES UN CLAVO. ALONSO FAJARDO "EL BRAVO". (1)

 

¿Así paga el Señor Rey
lo que debe a Fajardo?
¿Este es el premio a que aguardo?
¿Esto es justicia, esto es ley? 
Lope de Vega
«El Primer Fajardo»



EXPATRIACION


                I        

          Creyó vislumbrar a unos jinetes en el instante en que fueron iluminados por el fulgor de un relámpago. La noche era muy oscura, llovía a cántaros y la tormenta se endurecía con frecuentes e intensos rayos.  Así que el centinela, cubierto con un capote de piel de vacuno ensebado para que el agua resbalase sin empaparlo, fijó su mirada en la dirección por dónde le había parecido ver cabalgar. Al siguiente relumbrón creyó vislumbrar, al menos, a tres de a caballo que se acercaban a la torre. Así que no dudó en avisar.

            ¿Qué sucede galopín? ¿Por qué me despertáis en una noche como esta? Difícil es que se atreva a estar sin resguardo, cristiano o moro alguno. ¡Voto al diablo! ¿Qué decís que habéis visto?  —interrogó el sargento con mal genio al joven de guardia, mientras se acoplaba el capote para guarnecerse del agua de lluvia y del viento, asomándose por una almena apoyando una mano en uno de los merlones.

          —La luz de un rayo ha iluminado aquella zona, por la que he visto venir, al menos, a tres de a caballo —señaló el infante en la dirección en que vio a los intrusos.

          Le mandó callar intentando oír el sonido del cabalgar de los caballos, pero el intenso ruido del chapoteo de las gotas de lluvia sobre el suelo ensordecía a cualquier otro.

          De súbito, un nuevo rayo iluminó con intensidad en la zona lejana del camino y pudo ver claramente dirigirse a la torre a tres sombras inquietantes.

          Tras unos minutos, el rumor de los cascos de los caballos se hizo audible y quedó disipada toda duda sobre la inminente e inesperada visita.

          Cubierto la cabeza y envuelto su cuerpo con el capote de piel, el sargento Beltrán, con su corta estatura, parecía por la espalda una especie de alimaña desconocida, iluminada de vez en cuando por el relumbrar de los rayos. Junto a Juan Robles, el joven infante concejil, alto y robusto, parecía aún más pequeño de talla.

          —Preparad el farol y encendedlo cuando yo os diga y avisad a Lope —previno Beltrán a Juan quien, cobijándose en la garita de madera que protegía el hueco de la escalera de acceso al hollado de la torre, abrió el portalillo del farol de señales, colgado en una de sus paredes laterales y comprobó que la mecha estaba dispuesta y tenía aceite suficiente.

           —¡Alerta! ¡Alerta! —gritó Robles para avisar a Lope, el otro infante de la guarnición, que estaba en turno de descanso en el interior de la torre. Los tres componían la dotación militar de aquella torre de vigía, cerca de la zona de nadie en la frontera con el reino Nazarí por Huéscar. Con la Torre de Los Alcores, en los márgenes cercanos al río Chopea, y la Torre Jorquera, cerca del río Al-quipir, ambas troncocónicas, se constituía un sistema de vigilancia para dar aviso de movimientos amenazantes de posibles algaras y correrías de los moros, tanto a la población como a las fortalezas de Poyos de Celda y de Caravaca.

          Se acompañaban de un sobrino de Beltrán, Rigoberto. Un mozalbete con aspiraciones a escudero, que fue recogido por el sargento cuando sus padres y dos de sus hermanos fueron apresados por los moros en una de sus temidas cabalgadas, hará algo más de un par de años, sin haberse podido aún rescatar. Se encargaba de mantener limpias las estancias de la torre, que eran dos pisos diáfanos. Un primero, sobre pavimento sólido a tres varas de altura y donde se situaba la puerta de acceso; y otro segundo, con suelo de madera, para el cuerpo de guardia y donde se situaba el armero, bien provisto con arcos y ballestas, con sus flechas y saetas.

          La planta primera servía de dormitorio. En la segunda, se desarrollaba la mayor parte de la actividad diaria y donde se elaboraban las comidas que preparaba Rigoberto en una cocina de chimenea semicónica, con base de lajas aislantes de pizarra. Solía estar encendido el hogar día y de noche, aun en verano. Su hilo de humo blanco constante daba tranquilidad a los propios, pues significaba que todo iba normal y avisaba a los enemigos de que la torre estaba de servicio. Para advertir de cualquier peligro, se prendía una gran hoguera en el centro del hollado de la atalaya, siempre alimentada con leña y cubierta por una piel ensebada, que se prendía para alertar de cualquier peligro con su gran humareda, de día, o con la potente iluminación de su fuego, en la noche. La almenara era la razón última de la construcción de estas torres ópticas.

          Cada mañana, el joven Rigoberto, se acercaba hasta una gruta secreta, cercana al río, donde estaba disimulada una cuadra que daba cobijo a dos mulas ya entradas en años y un buen caballo. Las primeras eran el elemento de transporte de material de la guarnición y el segundo el de correo de socorro. Un curioso sistema de refracción permitía que la luz solar entrara en la caverna iluminándola y así evitar que las acémilas pudieran quedar ciegas al salir de ella, por permanecer a oscuras. Estaban bajo la custodia de Acacio. Un anciano eremita que fue autorizado a vivir en la cueva, al cuidado de las caballerías y dedicado a la oración en soledad. Mantenía el enmascaramiento de la gruta con ramas de árboles abundantes en hojas, que la ocultaba de toda vista. Como él decía, su familia eran aquellos nobles animales, a quienes cuidaba esmeradamente.

          —¡¿Quién ha en la torre?!—gritó uno de los caballeros próximos ya a la atalaya.

          —¡Gente de nuestro Señor Jesucristo! —respondió el sargento con voz grave y vigorosa.

          —¡Alto a la guardia! ¡Decid la seña ante de acercaos más! —vociferó el infante, en su estricto papel de centinela.

          —¡Cruz Bermeja! —se oyó decir a unos de los visitantes.

          —Encended el farol y alumbrad —ordenó a Lope, quien, con presteza, se acercó hasta la almena por la que se asomaba Beltrán.

          —¡Abrid a vuestro señor don Alonso! ¡Paso franco!

          —A la luz del farol, ayudado por algún que otro rayo, Beltrán puedo distinguir el pendón dorado con las tres ramas de ortigas verdes de su señor Alonso Fajardo, portado por el primer jinete. Le acompañaban otros dos, sin duda y por sus cabalgaduras, también caballeros. No era fácil reconocer los rostros mas, al ser la seña dada la correcta, era menester permitir el acceso a la torre a aquellos viajeros de apariencia errabunda.

          Ordenó a Lope —que también estaba asomado— que procediera a abrir la puerta y colocar la escala. En un minuto, se escuchó el crujir de la puerta y se instaló una escalera de madera, por la que bajó Rigoberto primero y, tras él, Beltrán que, ya en la cercanía, reconoció a su señor Alonso, ante el que se postró y quien le tomó por los hombros alzándolo. Descabalgaron los otros hombres haciéndose cargo el adolescente de los caballos para llevarlos hasta la gruta que les hacía de cuadra. Los caballeros subieron a la torre.

          Continuaba lloviendo con intensidad. Alumbrado por una linterna de aceite, se llegó Rigoberto hasta las cuadras. Gritó la contraseña convenida y Acacio retiró unas de las ramas que ocultaban la entrada a la gruta.

          —¡Ave María!, saludó Rigoberto. 

          —¡Llena es de Gracia! —le contestó Acacio.

          Desaparejaron a los caballos, acomodándolos en las caballerizas y, mientras el eremita volvía a ocultar la entrada, Rigoberto partió corriendo de regreso a la torre. Trepó por la escalera y la retiró, introduciéndola de nuevo en el edificio. Le aguardaba Lope, quien cerró la puerta. Puso su farol sobre la repisa de madera de la pared de la derecha. La estancia ganó en iluminación, hasta entonces en semipenumbra.

          Subió hasta la planta superior, por la escalera de madera enclavada en la pared a la que circundaba en ascendente caracoleo, donde estaban los ilustres visitantes. Al ver a don Alonso se arrodilló ante él.

          —Es mi sobrino Rigoberto, Señor. Aspira a ser escudero —le comentó Beltrán a don Alonso. Servid a estos caballeros de vuestro caldo caliente, que les hará bien —le ordenó.

          Se encontraban los recién llegados despojados de sus capotes, arrimados al hogar para secar sus ropajes y calentar sus manos. Las brasas mantenían caliente un puchero de barro que contenía una sopa de ajos con cerveza. Rigoberto, tomó tres cuencos, cortó unas rebanadas de pan que dispuso en su fondo y los llenó con aquel caldo que olía a gloria y que dispuso en la mesa central, junto con tres cucharas de madera. Los ilustres visitantes se acomodaron a la mesa y, tras dar gracias a Dios y bendecir aquel apetitoso alimento, comenzaron a tomarlo.

          La tempestad continuaba descargando con fuerza y el viento arreciaba, colándose sus silbos por las rendijas y cornijales de la edificación. Lope colocó un buen leño en el fuego y lo avivó, para tratar de caldear la estancia.

          Permanecían los caballeros en silencio mientras tomaban educadamente su reconstituyente sopa. —«La educación de un caballero se aprecia siempre en la mesa», le decía siempre Beltrán a su sobrino. Y así era.

          El alférez don Diego Tudela, aparentaba unos cuarenta años. Fuerte, robusto, y de elegante porte, desabrochó su gambesón acolchado dejando ver la veste de debajo, de amarillo y azul oscuro, los colores de su linaje. Depositados sus escudos y espadas en el armero, fueron relajándose poco a poco, rebajando la tensión con que llegaron.

          ¡Ya parece que entré en calor! ¡Vive Dios! —Exclamó el alférez con su voz grave. ¡Buen puchero este el vuestro!

          Al quitarse el jubón don Lope de Espinosa, dejó a la vista su sayo que, confeccionado con los colores amarillos de su abolengo, lucía un llamativo corazón carmesí al pecho.

          Aquél, caravaqueño. Lorquino éste. Eran, sin lugar a duda, los más fieles de entre los fieles caballeros de la numerosa hueste de don Alonso.

          Sin embargo, éste no se despojó ni siquiera del almófar de hombros y cuello. Parecía estar dispuesto a entrar en combate en cualquier momento. Siempre listo. Siempre alerta. Cuando terminó de vaciar su cuenco, tomó un trozo de queso que había cortado el mozalbete Rigoberto. Sorbió un poco de vino y volvió a dar gracias a Dios.

          Y, entonces dijo al sargento: «mi buen Beltrán. Disculpad que os hayamos sorprendido con esta inoportuna visita en tan noche endemoniada como esta con la que Dios nos ha castigado». Fue cuando, en pie, comenzó a desvestirse tanto de las prendas de protección como las de abrigo, asistido por don Diego, hasta que quedó a la vista su sayo blanco con una cruz bermeja de cuatro brazos al pecho, de la que recibía su cariñoso apodo. Sólo él se atrevía a lucirla. Pese a ser signo identitario de patriarcas, maestres y arzobispos, el moratallero don Alonso Fajardo de Porcel Rodríguez de Avilés Mexía y Pacheco, caballero de la Orden de Santiago. Señor de Lorca, Mula, Alhama, Cehegín, Tobarra y Letur. Señor de Xiquena, Señor de Tirieza, Alcayde de Lorca, regidor de Murcia. El gran vencedor en la Batalla de Los Alporchones, ha unos años que había trocado la cruz de Santiago de su pecho, por la del Santo Leño de Caravaca, de cuya villa era también Señor.

          —No era nuestra intención alterar vuestro régimen de milicia en vuestras labores de vigía. —Dijo con su voz grave y vibrante, que impresionaba. Deseábamos llegarnos al castillo de Taibilla, pero nos sorprendió la tormenta y, ante la inconveniencia de proseguir el camino bajo esta condena de agua y rayos, optamos por refugiarnos en esta torre.

          —Y mucha honra nos hacéis, don Alonso, aunque no hemos muchas comodidades, lo que tengamos es de vos y para vos —respondió Beltrán reverencialmente.

          —Pasaremos aquí la noche. Dadnos el mejor acomodo que podáis, buen freire, pues ha nos es falta el descansar.

          —Usamos de dormitorio la planta inferior. En ella encontraréis mullidos jergones en que acomodarse y pieles curtidas de cobertores que os protegerán del frío. Nosotros, la guarnición, velará vuestro sueño.

          —Gracias. Que Dios os lo tenga en su cuenta.

          Descendieron los caballeros hasta la primera planta donde se recostaron en los marragones dispuestos junto a las paredes. Musitaron sus últimas oraciones del día y quedaron dormidos profundamente. Estaban verdaderamente cansados, quizá más anímica que físicamente.


(Continuará...)






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