V
Sería poco más de la hora nona, por lo que, después de desparejar a caballos y mulas, dándolas a abrevar, el grupo hizo la oración de la Misericordia y se acomodaron sus integrantes en la gruta.
Rigoberto hizo una inspección visual de la corriente y, con agudeza, observó un peñasco que formaba un pequeño remanso, aguas arriba en las juntas con el río Alhárabe. Formaba una pequeña gorga, de poca profundidad,
Con la agilidad que le caracterizaba, el aprendiz de escudero se quitó las calzas y se introdujo en el agua con una saca de arpillera. Se acercó sigilosamente y contra corriente hasta la gran roca y, en un sin ver, se zambulló, puso la saca en la entrada del hueco sumergido de la piedra y pudo capturar una primera trucha de considerable tamaño, que desnucó introduciendo el dedo índice en la boca del pez y la arrojó a la orilla. El agua estaba fría. El mancebo repitió la acción hasta cinco veces, cerciorándose que no quedaban más peces allí. Eran grandes, la más pequeña alcanzaba como media vara, Aterido, recogió su ropa y corrió hasta la gruta con sus capturas.
Al verlo empapado y semidesnudo, don Diego le cubrió con su capote de piel y comenzó a frotarle para que entrara en calor. Los muleros, rápidamente, reavivaron los rescoldos de una fogata casi extinguida que, dentro de la cueva, había servido antes a otros hijos de Dios en aquel abrigo. El muchacho recobró la estabilidad térmica, se secaron sus ropas junto a la hoguera y, después de ser levemente amonestado por haberse arriesgado a enfermar de fiebres, le agradeció don Alonso su celo por mantenerles abastecidos. Asaron aquellas grandes truchas y las tomaron como comida vespertina,
Pero el humo llamó la atención de unos de a caballo que estaban cerca.
—¡¿Quién vive?! —oyeron gritar desde cerca del río.
—¡Santiago! ¡¿Quién va?! —contestó el Alférez, mientras alzaba su espada.
—¡El Hospital en sus tierras! ¿Qué buscan vuesas mercedes en ellas? —se escuchó contestar.
—Refugio por unas horas.
—Los hospitalarios siempre dan cobijo a quien nos lo pide —manifestó el que parecía ser el jefe.
—Os agradecemos vuestra hospitalidad —contestó don Diego. Si bien debemos declinar, pues reanudaremos nuestro camino en breve.
—No obstante, deseamos saber quiénes sois. A ello tenemos el derecho de nuestra jurisdicción, como alcaide de este castillo.
—¿Sois vos don Johan? —preguntó don Alonso.
—Yo lo soy ¿Quiénes sois vos? —respondió.
—¡Alonso! ¡Vuestro viejo camarada de Los Alporchones!
—¡Don Alonso! ¡Hermano! —gritó con emoción don Johan de Orgitel, alcaide del castillo de Calasparra. Se descabalgó en el acto, ayudado por un escudero y se dirigió hasta la gruta, de la que salió expeditivo don Alonso y se fundieron en un fuerte abrazo.
—Mi estimado don Alonso: si grande es la sorpresa porque estéis en estas tierras, más grande es el regocijo por poder abrazaros —le dijo Johan.
—Me place también el abrazar a vuesa merced, mas no se si es sensato, dadas mis circunstancias, que alardeéis de nuestra amistad.
—La Soberana Orden Hospitalaria de Jerusalén acobija a quien lo necesite, sea cual sea su situación. Bien lo sabe vuesa merced.
—Por el asunto de Archena, vuestra Orden consintió el hacerme guerra según lo mandado por el hoy nuestro rey. Y…
—Posada os he de dar. Lo exige mi Regla —le interrumpió Orgitel. En cuanto a Archena, el pacto con Arróniz en nombre de vos está vigente. Nada tenemos que reprocharnos los hospitalarios con vuesa merced. Así que hacedme el favor de venir a nuestra casa. Allí me contaréis más de vos, si os parece bien,
—Gracias, hermano —respondió don Alonso que ordenó marchar hacia el calasparreño castillo de San Juan.
Desde el río, la subida hasta la fortaleza montana era de pronunciada inclinación, por lo que los mulos abordaban la cuesta lentamente soportando su carga. Decidieron los caballeros adelantarse, dejando al mando de la recua a Rigoberto, lo que no fue muy del agrado de los otros escuderos, más veteranos que el aprendiz.
Con doble muralla, adaptada a la orografía pedregosa de la cumbre sobre el que se asentaba, el castillo era inexpugnable. Con uso exclusivo militar, daba sólo residencia al alcaide, a algunos caballeros de la orden y a la soldadesca pues, tras la repoblación realizada por disposición de la Carta Puebla de 1412 y ante la suficiente estabilidad de la frontera, se levantó una nueva Casa de la Encomienda extramuros, que habitaba el comendador durante su presencia en la villa.
Mientras los muleros llegaban, los escuderos condujeron a las cuadras a los caballos. don Alonso contempló la degradación de la impresionante fortaleza. Con murallas de tapial de hasta doce metros, y elevada sobre el cerro de San José, era de las más, si no la más, inasequible de la frontera.
—Todo lo que esté a mi alcance, está al vuestro —dijo don Johan a don Alonso, con medido ceremonial. Y se encaminaron los tres santiaguistas, junto al alcaide, hacia la Torre del Homenaje, en sobrio silencio.
El amplio edificio contenía en la planta baja la sala de estar de la vivienda, con el hogar que hacía de cocina propia. Una amplia mesa, al centro, la dotaba de la naturaleza de comedor. Un ambiente cálido y acogedor era el que apreciaron los visitantes, con un especial y agradable contraste con la temperatura exterior.
Orgitel invitó a que tomaran asiento a la mesa. Los huéspedes se quitaron sus capas que dejaron en los respaldos de la bancada y se sentaron con holgura.
Doña Mencía, hermana menor de don Johan, saludó a los caballeros, dándoles la bienvenida e invitándoles a tomar un caliente caldo de puchero, hecho por ella misma y que fue servido por un mozo en cuencos de madera.
Llevaba un vestido moderno, de estilo renacentista, con insinuante escote y tocado simple de diadema en el cabello. Muy lejos de la forma de vestir casi claustral, que aún usaban la gran mayoría de las damas de la época. Su belleza era esplendorosa. Tras la reciente muerte de su madre, la joven se había hecho cargo de los quehaceres domésticos.
—Benedic, Domine, nos et haec tua dona, quae de tua largitate sumus sumpturi. Per Christum Dominum nostrum. Amen —Bendijo la mesa el anfitrión.
—Amén. Respondieron los demás.
Era un delicioso caldo de verduras, en el que se distinguía el sabor del medicinal apio, y al que daba consistencia un tocino bien sazonado.
A los huéspedes le supuso un reconstituyente necesario.
—Les he hecho servir también de este caldo a vuestros escuderos y muleros, que ya han llegado. Seguro que les vendrá bien —Les explicó Doña Mencía.
—Os mostramos nuestro gran agradecimiento por vuestra impagable generosidad —le respondió amablemente don Alonso.
—Querida hermana, estás ante don Alonso Fajardo, conocido como “El Bravo” por sus hazañas. Vencedor en Los Alporchones y de otras grandes gestas de armas. Nadie pude compararse con él. Es un gran honor para nosotros el poderle dar cobijo hospitalario —le indicó a su hermana don Johan.
—¡Admirable! —exclamó la joven. No hay en los reinos ibéricos quien no sepa de él y le reconozca su valor. El caballero más caballero de Castilla —le alabó Doña Mencía, lo que, sin duda, turbó un poco al veterano santiaguista.
—Supongo que desearán vuesas mercedes descansar, comentó don Johan.
—Así es, buen amigo. Mas antes os quisiera comentar algo.
—Decidme, don Alonso.
—He ido escondiendo los destinos de mi viaje desde que salí de Caravaca hace tres días, y temo las consecuencias de mis falsas pistas. Mas con vos ni debo ni puedo hacerlo…
—No es necesario que me reveléis vuestros secretos, amigo mío. Siempre los respeté.
—Bien lo sé. Y creo que debéis saberlo por si nos sucede algún mal.
Asintió el alcaide y don Alonso le comentó:
—Pretendo acogerme al Rey de Aragón, para que su protección me ampare ante la injusta persecución que padezco por parte de nuestro rey Enrique, vilmente confundido por las confabulaciones de mi tía Doña María de Quesada y del Marqués de Villena, de tanta ascendencia con su majestad. Me han acusado de todo. Desde el nefando pecado de la sodomía, hasta la traición por mis acuerdos con reyes musulmanes, para facilitar la paz y evitar el sufrimiento de las buenas gentes de mis dominios, siempre en riesgo por la frontera, olvidando que vencí en combate singular al temible capitán moro Alaez, a quien puse en prisión, cambiando el curso de la historia. ¡Ay! ¡Si el rey nuestro gran señor Juan II viviese!
—Mas —continuó— derrotado y viejo, sólo puedo hacer, si quiero salvar la vida, refugiarme en el extranjero. Y ese es mi propósito. Os pido que mantengáis en vuestra orden mi memoria, y hagáis saber que nunca traicioné a mi rey ni a mis juramentos. La perversa traición de mi primo ha terminado venciendo, fundamentada en la intriga y en la mentira.
—Me consta que en la defensa de vuestras posesiones habéis sido un héroe —interrumpió don Diego. Habéis sido capaz de enfrentaros y resistir a la élite de las tropas castellanas. Así os lo reconozco, y así os lo defenderé —le dijo don Johan, visiblemente emocionado.
—Marchemos pues a descansar. Rezaron sus oraciones de la noche y fueron acompañados por un sirviente hasta el edificio contiguo, donde se les había preparado confortables lechos para bien dormir bajo el amparo del Señor Nuestro Dios.
(Continuará...)
Realista y ameno te transporta a la edad media
ResponderEliminarMe gusta tu prolífico vocabulario. Wifredo
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