sábado, 22 de marzo de 2025

SOEZ COSA ES UN CLAVO (4)



IV

          Siguiendo el curso del Arroyo de la Mora, aquel extraño grupo de armas pasó desapercibido en la mañana gris. Llegaron al lugar por la zona en que otrora los alfareros tenían sus talleres, en los que elaboraban cántaros y otras vasijas. Se veían las casas cerradas y daba un aspecto de abandono inusitado.

          Por el Cotano se dirigieron hasta la alta Torre que coronaba a la localidad, rodeada de una modesta cerca. La atalaya era de planta cuadrada y de hechuras en tres cuerpos, tanto defensiva, como de vigía. De buen porte y hechura, había sido reforzada recientemente, después de ser arrasado el lugar por moros, en venganza por romper el Condestable Álvaro de Luna el privilegio de tener alcaide musulmán. Zayd fue depuesto y su humillación vengada. La población fue prácticamente extinguida entre muertos y presos.

          Las pocas almas que aún habitaban aquel sitio podían refugiarse en la torre en caso de necesidad, sin problemas de espacio. Y, naturalmente, se habían vuelto temerosos y esquivos a cualquier forastero. No en vano, pues fue con argucias como penetraron los musulmanes para saquear la villa. Por ser el día de Nuestro Señor, las gentes habían acudido junto al interior de la cerca, donde en una pequeña ermita se oficiaba la santa misa. El grupo llegó en silencio y se incorporó respetuosamente al oficio religioso. Fue al momento de recibir la comunión cuando el sacerdote santiaguista reconoció a don Alonso. ¡Mi señor! —exclamó sorprendido el bueno de Froilán. Un sacerdote bajete y rechoncho que, revestido para la misa, parecía un bufón de la corte. Apresuró la finalización del oficio y sin solución de continuidad se llegó hasta don Alonso, le besó la mano en señal de vasallaje, y le apremió a entrar al interior de la Torre.

          Quedaron fuera los escuderos y muleros, a quienes Rigoberto repartió una porción de cecina a cada uno como desayuno. don Alonso y sus dos caballeros escoltas, pasaron al interior. La planta baja era un aposento diáfano cuyas paredes estaban corridas de una bancada de obra. Sin duda, para que se acomodasen los refugiados sobre esos poyos. Al centro una trampilla, daba acceso a un pequeño almacén donde se guardaba material defensivo.

          El sacerdote se despojó de las ropas sacramentales y quedó vestido con el hábito de Santiago. Un infante de la guarnición custodiaba la puerta. Dirigiéndose a los tres caballeros, les indicó con una seña que le siguieran. Subió a la primera planta, donde un hogar encendido, una mesa y bancos corridos, la hacían más acogedora. Las paredes estaban cubiertas de algunos reposteros con la Cruz de Santiago que le daban calidez y confortabilidad. Sobre ella, la segunda planta albergaba los dormitorios de la tropa.

          —Siéntense vuesas mercedes, háganme el honor —les dijo el sacerdote. A un gesto suyo, el cocinero de la guarnición sirvió cuatro cuencos de leche recién hervida y unas rebanadas de pan.  Después de misa, se rompía el ayuno ligeramente que, al igual que la cena, era frugal. Sólo la comida del mediodía era más abundante.

          —Bendijo la mesa y comentó: debéis comprender mi estupor. No podía creer vuestra presencia. Las noticias que teníamos de Caravaca no son muy esperanzadoras.

           —No lo son, buen Froilán. No lo son. A estas horas la fortaleza y la villa estará bajo el dominio de mi primo Pedro, que el diablo lleve —dijo apesadumbrado don Alonso. Por eso hemos venido hasta vos, para solicitaros cobijo por unas horas, antes de partir de nuevo. Hemos de huir para salvarnos.

          —Aquí no sospecharán que os alojáis, porque no es ya objetivo militar. Pero no puedo garantizar que algún campesino, aunque no os haya reconocido, hable de la llegada de unos caballeros y la habladuría llegue hasta Socovos. Debo deciros que su alcaide, vuestro hijo, resiste el asedio con grandeza.

          —Conozco de sus proezas, es un gran soldado. Sólo deseamos que nos deis cobijo por unas horas. Al atardecer saldremos hacia Isso.

          —Pero mi señor, Isso es lugar del Marqués de Villena, que es vuestro enemigo —comentó el sacerdote.

         —Su alcaide es buen amigo, me debe muchos favores y nos dará también albergue por unas horas. ¿Con qué lugares tenéis correspondencia?

          Sólo tenemos mensajeras con Socovos, señor.

          Le escribiré a mi hijo. Llamad a Rigoberto, don Diego —le ordenó don Alonso al Alférez

          Subió presto el joven, mientras don Alonso pidió recado de escribir.

          —Escudero: continuad con lo que comenzamos en Jorquera.

          «En el año de Nuestro Señor de mil y cuatrocientos y sesenta y uno» recordó lo escrito en voz alta el joven.

          —En la gozosa festividad de Santa Leocadia, virgen y mártir —comenzó a dictar don Alonso.

          «Mi querido hijo Gómez:

          Al recibo de esta, espero que estéis bien. Os ruego que, como siempre hicisteis, defiendas tu honor, que es el de nos, con la nobleza y valentía que os caracteriza y es propio de nuestro linaje.

          Con mis más fieles caballeros, parto hacia tierras extranjeras, esperando ser acogido en alguna de ellas. Vuestra madre y hermana hace unas semanas que pudieron salir de Caravaca emboscadas. No sé más. Os mandaré noticias cuando las tenga.

           Recibid un fuerte abrazo y que Dios os guarde.

          Vuestro padre que os ama reverentemente».

          Leyó don Alonso lo escrito y dio su conformidad estampando su pomposa firma al pie: Alonso Fajardo y enrevesado signo. Al entregárselo a Rigoberto, tenía el presentimiento de que aquella sería la última en poder remitir a su heroico hijo.

          Rigoberto hizo un pequeño rulo con aquella tela de algodón, lo metió en el cilindro epistolar, lo selló y se lo dio al sacerdote, quien dispuso su envío por paloma mensajera.

          Al poco, don Alonso dispuso el partir. Llenaron los visitantes sus alforjas con tocino, y hogazas de pan, tomaron un caballo para Rigoberto y caballeros, escuderos y muleros aparejaron sus monturas y se dispusieron a partir.

          —Vuestra bendición, padre. —Pidió don Alonso al sacerdote.

          Inclinaron la cabeza los viajeros.

          Benedico tibi in nomine patris et filii et spiritus sancti.

          —¡Amén!

          Don Alonso abrazó al sacerdote y partieron,

          Apenas había pasado la hora de la Misericordia, cuando unos jinetes llegaron hasta Férez. Eran de los de Alcaraz, que asediaban a Letur. Les franquearon la entrada de la cerca y Froilán les recibió.

          —Buenas tardes, mosén.     ¿Han llegado hasta aquí unos fugitivos del Rey? —preguntó el capitán.

          —Así es, afirmó el sacerdote,

          —¿Y cómo habéis osado dejarles marchar? El Rey nuestro señor Enrique tiene ordenada su detención.

          —Eran caballeros de Santiago y esta es su casa. No les puedo negar nada —respondió arrogante el freire sacerdote.

          —¡Son delincuentes! ¡Y pagarás por eso! ¡Hacia donde fueron? No me engañéis.

          Froilán dudó, pero consideró que no debía mentir, Así que contestó que se dirigían a Isso,

          —No hay tiempo que perder, les alcanzaremos o detendremos allí. Y, espoleando su caballo, el capitán partió rápidamente, seguido por el resto de los lanceros.

          En el fondo de su alma, Froilán quería creer que don Alonso le había mentido. Y acertaba.

          Una vez más, don Alonso había recurrido a la estrategia de confundir sobre su destino. Isso no lo era. No podía serlo.

          Ganaron el margen izquierdo del río Segura por la alcantarilla del diablo, obra de romanos si bien, en vez de seguir hasta los puentes de Isso, continuaron por la ribera ocultos entre su bosque, por una estrecha senda que llevaba aguas abajo hasta las cercanías de Calasparra. Que era del Hospital. A unas cuatro leguas al lento marchar de los mulos.

          Vadearon de nuevo el río Segura y buscaron cobijo en unas grutas cercanas al cauce, en la Fuensanta. Habitual refugio de pastores, en un frondoso bosque de ribera, permitiría acomodarse con cierta seguridad de no ser vistos. La cercana Calasparra era de los Hospitalarios y desde que después de la batalla de Los Alporchones, el diecisiete de marzo de 1452, Pedro de Arróniz tomara para don Alonso el castillo de Archena, la Orden de San Juan de Jerusalén le había declarado la guerra a don Alonso Fajardo, autorizando y dando conformidad, tanto frey Gonzalo de Quiroga, prior, como frey Gonzalo de Saavedra, que era el comendador de Calasparra y Archena, a la orden del príncipe Enrique de interesar al concejo de Murcia que lo tomase por las armas, lo que no se produjo pues, por un lado la admirada consideración que se le tenía en todo el Reino de Murcia a Fajardo “El Bravo” y, de otra, los buenos oficios diplomáticos de Arróniz y del Concejo murciano, pospusieron sine die la ejecución de la orden principesca para recobrar la fortaleza archenera. Que más vale una mal arreglo que un buen pleito, parecieron decir los murcianos.

          (Continuará...)



1 comentario:

  1. Juana De Maya Espin De Maya Espin22 de marzo de 2025, 14:18

    Nos dejas "en ascuas", esperamos...

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SOEZ COSA ES UN CLAVO. AGRADECIMIENTOS.

      AGRADECIMIENTOS  En primer lugar, quiero agradecer a mi buen amigo don José Ribero, la magnífica portada que ha confeccionado para...