II
A los primeros rayos de sol, Robles, que mantenía su puesto de centinela, pidió el relevo a Lope, quien debía entrar de guardia. Al mismo asomar éste por la sarazena de acceso a la parte superior de la torre, el saliente de servicio recordó al entrante el nombre del nuevo día, pues en teoría, incluso con luz, los centinelas debían pedir la contraseña secreta correspondiente a quien se acercarse a las torres de vigía, salvo que fueran fácilmente identificados o conocidos.
Aún provistos de lanzas de infantería, lo habitual desde hacía un tiempo a esta parte, es que los centinelas estuviesen provistos de ballestas o arcos, para la primera acción de defensa. El hollado estaba húmedo por el resultado de la abundante lluvia de la noche pasada, y el pavimento algo resbaladizo. Así que Lope se aseguró de quedar bien asentado en su posición de pie. Las reglas le permitían tomar asiento cada cierto período de tiempo, sin perder la vista a los horizontes.
Tomó Robles un tazón de sopa de cerveza bien caliente e interrogó a su sargento con la mirada si era procedente el bajar al dormitorio para su turno de descanso.
—Bajad sigilosamente, despertad a mi sobrino, y ocupad su jergón. Reposad vuestro sueño. Y procurad no molestar a nuestros huéspedes. —Le dijo Beltrán.
Lo que no fue necesario. don Alfonso y sus caballeros de escolta, ya estaban levantados y recomponían sus figuras estirando sus vestimentas, ajustando sus mallas y calzándose.
—Buenos días os de Dios, señores míos —dijo el infante respetuosamente.
—Buena jornada os dé —Le contestó don Alonso. ¿Os toca descanso?
—Así es, mi Señor.
—Pues disponeos a tal menester, que es necesario que estéis bien descansado y dispuesto para vuestros deberes.
Al oír la conversación, Rigoberto se despertó. Hizo gestos de desperezarse y se puso en pie con diligente rapidez. —Feliz jornada, mi señor don Alonso y la compaña. ¿Han descansado bien?
—Muy bien, mozo, muy bien. —Contestó don Alonso, quedando sorprendido del desparpajo de aquel jovenzuelo.
—Si deseáis evacuar, en lo alto de la atalaya está la letrina —les informó Rigoberto. Y, en la planta de la guardia tenéis una aljofaina con agua, para vuestro aseo. Voy a preparar el desayuno.
—¡Alto, mozalbete! Le conminó don Diego. Primero oremos. Y, rodilla en suelo, todos rezaron un credo y un padrenuestro agradeciendo el nuevo día y pidiendo a Dios su amparo.
—¡Amén! —respondieron los caballeros al fin de sus oraciones y fue entonces cuando Rigoberto subió las escaleras rápido como un raposo para preparar el desayuno.
Tras de evacuarse en la letrina (un tabuco de madera que permitía arrojar las aguas mayores y menores mediante un caño, sin exponerse a ser blanco del enemigo) y asear sus manos y cara en la aljofaina, tomaron asiento a la mesa, donde el aspirante a escudero había colocado cuencos con cerveza caliente y rebanadas de pan para hacer maimones.
Pasó la noche Beltrán en la planta de la guardia, sentado en una silla de listones de madera, plegable en tijera, con reposabrazos y sin respaldo, que eran habituales en aquel tipo de edificios militares, para ahorrar espacio. Estiró las piernas y, apoyada la espalda en la pared, quedó dormido, hasta que se despertó para el relevo de los centinelas. Permanecía de pie, mientras su señor y los dos caballeros se desayunaban, hasta que don Alonso le mandó sentar también a la mesa.
—Mi buen Beltrán —le dijo. Quiero que no digáis jamás que estuvimos aquí. En verdad hemos salido precipitadamente de la fortaleza de Caravaca. El bellaco de mi primo Pedro, pronto la tomará. Es imposible soportar más el asedio y no quiero causar más dolor a mis fieles huestes.
Tras dos años sitiados —continuó— se han agotado las reservas. Mis gentes están al borde de morir de hambre y eso no lo he de consentir. Por ello, decidimos dejar de incógnito el castillo para encaminarnos hasta Letur, donde mi hijo podrá darnos refugio. Os pido vuestro silencio y el de vuestros hombres.
—Contad con él, mi Señor —respondió Beltrán gravemente conmovido.
Beltrán —obviamente— estaba al tanto del largo sitio padecido por la fortaleza caravaqueña si bien, como él pertenecía jerárquicamente al castillo de Celda, desconocía que la situación fuese tan crítica. Las noticias que tenía ensalzaban la resistente heroicidad de las huestes de don Alfonso, que continuaba siendo invencible. Ya no era así.
—¿Cómo decís que tiene por gracia vuestro sobrino? —preguntó don Alfonso a Beltrán.
—Rigoberto, mi señor —le respondió. Es de por aquí cerca, de Majarazán. Pudo librarse de una de las correrías de los moros, en las que fueron capturados sus padres y sus dos hermanos que aún no han sido dados a rescate. Ha ya como dos años largos que lo tengo a mi cobijo. Es muy discreto y le he enseñado con buen aprovechamiento latín y el arte de escribir. Quisiera ser escudero y no le falta caletre para ello.
—¿Así que conocéis las letras, jovenzuelo? ¿Podéis demostrármelo? —Interrogó al mozalbete don Alonso.
Como impulsado por un resorte, Rigoberto tomó de una alacena recado de escribir, lo puso sobre la mesa y extrajo de un cilindro tela de algodón, enrolladla en una caña, que desplegó un poco. —A vuestras órdenes, mi señor.
—Escribid lo que os dicto —dijo don Alonso.
Rigoberto se acomodó, aplanó el lienzo y lo sujetó a la tabla de escribir. Humedeció en el tintero la punta de su pluma y, antes de nada, dibujó una cruz. Se dispuso a escribir.
«En el año de Nuestro Señor de mil y cuatrocientos y sesenta y uno» escribió al dictado el mozo, con esmerada caligrafía.
—Dejadme ver… ¡Bien escrito! Buen trazado y bien legible —comentó don Alonso. ¿Queréis poneos a mi servicio y ser mi nuevo escudero?
Al oír el ofrecimiento, Beltrán se turbó. No parecía ser el mejor momento para ponerse al servicio directo de aquel Fajardo, claramente en declive. Sin embargo, su lealtad le impedía oponerse a tal pretensión, que unos años antes hubiese sido el halago más preciado posible.
Con grata sorpresa, Rigoberto se arrodilló ante su Señor.
—Lo que vuesa merced ordene. Siempre fiel a vuestros deseos.
—En tal caso, como mi armígero os tomo, Rigoberto de Majarazán. Preparad vuestras pertenencias, partiremos en breve. Y conservad el pliego en el que has comenzado a escribir. Lo utilizaremos luego.
Rigoberto besó la mano diestra de don Alonso y fue a recoger sus cosas personales.
—Pero, señor, no tenemos caballo que darle a mi sobrino para acompañar a vuesa merced en el viaje —le dijo respetuosamente a don Alonso el sargento.
—Irá en las grupas del mío —contestó el noble. Como los antiguos caballeros. En Taibilla le dotaremos de cabalgadura e indumentaria adecuada. No os preocupéis. Lo tendré bajo mi amparo y haré de él un digno caballero. Habréis de verlo. Os mantendré informado de sus progresos.
—Gracias señor. Nos hacéis gran honor a mi sobrino y a mí —respondió Beltrán algo contrariado mas, eso sí, sin poner en duda su lealtad.
Rigoberto se acercó con un hato anudado a un palo de un metro aproximadamente. Antes había puesto agua y un poco de granos en unas amplias jaulas donde media docena de palomas mensajeras, tenían su refugio. Y se despidió de ellas, de las que se había encariñado.
—Dispuesto, señor. Al servicio de vuestra merced.
—Pues comenzad con vuestras obligaciones. Tomad mi escudo que portaréis a la espalda, le ordenó, mientras señala a un gran escudo de lágrima de color blanco con la encarnada Cruz de Santiago en su centro.
Al prenderlo, Rigoberto comprobó que era pesado y robusto. Un buen instrumento de defensa —pensó. Lo bajó a la planta inferior y lo apoyó en la pared junto a la puerta, dejando a su lado su equipaje.
—¡¿Está franca la salida?! —gritó Rigoberto para ser oído por el centinela quien, tras cerciorarse que no había nada ni nadie sospechoso por los contornos, contestó con un «¡franca está!»
Abrió la puerta e instaló la escalera, por la que descendió el flamante escudero, partiendo a toda carrera hasta la gruta de las cuadras donde, tras saludar a Acacio, y aparejar los caballos como más rápido pudieron, montó en uno de ellos y regresó hasta la torre. A sus pies estaban los caballeros, junto a su tío Beltrán, aguardando su vuelta.
Subió a por su hatillo y, cuando descendió, don Diego de Tudela y don Lope de Espinosa se encontraban sobre sus cabalgaduras y aquél portaba desplegado el pendón con las tres ramas de ortigas verdes de Fajardo. Aun yendo de secreto, en clara fuga para evitar lo peor, no se humillaba a viajar sin ser precedido por la enseña que le acompañó en todas sus grandes gestas.
—Gracias por vuestra hospitalidad, mi buen Beltrán. Os reitero mi ruego encarecido de que mantengáis total silencio sobre nuestra presencia aquí en estas últimas horas. Que Dios os lo premie —le dijo don Alonso al sargento.
—Tened la seguridad vuesa merced que así habrá de ser. Antes se llevará mi alma el diablo que el que os llegue a delatar —prometió Beltrán a su señor, besándole las manos en señal de vasallaje.
Mientras, ayudado por el infante Lope, don Alonso subía a su caballo, el sargento entregó a su sobrino un zurrón de cuero con algo de queso y cecina de jabalí preparada por ellos (cazado en los bosques cercanos) y una pequeña bolsa con algunos maravedís y unas doblas.
—Para que proveáis de comer a vuestro señor y sus escoltas, si fuese necesario asistirles. Y también os doy unas monedas, para que las tengáis y no gastéis, salvo en gran necesidad —vino en decirle, mientras le daba un abrazo de despedida. Cuidaos mucho y tenedme en vuestras oraciones. Hacedme saber, de vez en cuando, como estáis. Para eso también sirve el palomar. Id con Dios, querido Rigoberto.
Con la ayuda de su tío, el flamante escudero subió a las grupas del caballo de su señor, sujetándose al borrén trasero de la montura, con el escudo cruzado a la espada y, entre sus abrazaderas, su hatillo de viaje.
—¡Id con Dios! —les dijo Beltrán.
—Quedad con Él —contestó don Alonso. Y partieron.
(Continuará...)
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