III
En aquella fría mañana de diciembre, continuaba el cielo nublado y, su blanquecino tono, insinuaba una próxima nevada, como así fue. Poco antes de llegar a la ribera del río, se vieron caer los primeros copos.
Al llegar a la orilla fluvial, en vez de tomar hacia el suroeste para llegar al Castillo de Taibilla, cruzaron el río. El haber dicho en Jorquera que se dirigían a él, fue una estrategia de camuflaje. Aunque se fiaban plenamente del bueno y fiel Beltrán, por si él o sus infantes pudiesen confesar sometidos a tortura (que del vil de Pedro Fajardo todo se temían), quedarían confundidos sus enemigos. Y, aunque Taibilla dependía de Yeste, toda precaución era poca.
La nieve ocultaba las huellas y no vieron necesario el borrarlas. A poco menos de un cuarto de legua, hacia el Norte y desde un promontorio, los jinetes vieron un hilo de humo que se elevaba al blanco cielo.
Poco más allá, un grupo de mulas y varios caballos amarrados a una gran encina que las cobijaba y, separados a unas varas, un grupo de hombres en torno a una pequeña hoguera.
Como disparado por una ballesta, Lope de Espinosa lanzó a su caballo a todo galope hacia ellos. ¡¿Qué hacéis insensatos?! —les gritó. ¡¿Pero qué hacéis?! ¡¿Cómo osáis?! Descabalgó de inmediato al llegar hasta el grupo y procedió a apagar la fogata, separando y extendiendo los troncos, arrojando tierra húmeda por la nevada. ¿Queréis delatar vuestra posición?
Aquellos hombres quedaron perplejos. Espinosa les había reconocido en cuanto los vio, pues eran de su hueste. Jóvenes e inexpertos, tuvieron la ocurrencia de encender una fogata para calentarse, sin reparar en que el humo era una clara señal visible desde muy lejos. La zona boscosa en que se encontraban, que era un buen resguardo para camuflarse, se convertía así en un claro localizable. Y no estaba el horno para bollos.
Eran los jóvenes hijos de los hidalgos Juan de Gea y Pedro de Ayala, caballeros de la hueste de don Alonso y tres muleros que los acompañaban. Portaban las siete u ocho mulas que componían la recua con arcones dispuestos a cada uno de los costados, las armaduras de don Alonso y los dos caballeros que le acompañaban, así como el resto de la impedimenta de guerra. Salieron de la villa de Caravaca sin levantar sospechas, simulando ser arrieros que mercadeaban con lana, portando los aparejos bélicos de sus señores ocultos entre los atadijos y fardos lanares que aparentaban llenar las alforjas de las mulas.
Continuaron avanzando por la suerte de la margen izquierda del río Taibilla, bajo el temporal de nieve que persistía pintando de blanco con fuerza a aquellas boscosas sierras. Lo que, en un principio, era ventajoso para ocultar las huellas de las pisadas de los caballos y mulas al cubrirse sus hondadas con rapidez, comenzaba a ser un obstáculo pues las bestias mulares andaban con dificultad. Así que don Alonso, bien conocedor de toda la zona, decidió que sería conveniente llegarse hasta el cercano castillo de Aznar, que estaba desalojado por la Orden de Santiago, sin guarnición habitual, donde podrían cobijarse y pasar la noche. Calculaba que llegarían antes del anochecer, pues estaría como a cuatro o cinco leguas, al paso que llevaban.
Rigoberto, que ya no portaba el escudo a su espalda al haberlo dispuesto sobre una acémila y montaba en uno de los mulos para hacer más cómodo su viaje y el de su señor, observó unas diminutas huellas en la nieve. Acostumbrado a proveer de alimentos a su tío y a la guardia de Torre Jorquera, conocía bien los rastros de la caza. Con sigilo, descabalgó del mulo, siguió la traza dejada y, resguardada en un hueco en la corteza del tronco de un gran fresno, vio a una liebre acurrucada, protegiéndose del temporal. Con agilidad de raposa, se despojó y cubrió el hueco con su capa, sin que el animal pudiese reaccionar. La aprisionó fuerte, introdujo una mano y la tomó por las largas orejas. En un santiamén, le había retorcido el pescuezo. Velozmente alcanzó a la recua de mulas, subió a una de ellas, compuso su capa, amarró a su cinturón la pieza obtenida y continuó como si no hubiese sucedido nada. Ninguno miembro del resto de la agrupación se dio cuenta de la caza.
Como a dos leguas más tarde, don Alonso mandó detenerse para que las cabalgaduras descansaran un poco y abrevaran en el río. Era una poza de cierto tamaño, que recogía las aguas de un arroyo afluente. Rigoberto la observó y apreció unos pequeños huecos en una gran roca que cerraba la orilla un poco más allá de donde se habían detenido. Se acercó con especial silencio y cautela y comprobó con satisfacción que no había equivocado su suposición. Al menos una docena de cangrejos de río se albergaban en ellos. Introdujo su mano y fue apresándolos con precaución para no ser atacado por sus pinzas. Fue una buena caza, Diecinueve cangrejos pudo capturar. Y porque se le escaparon dos o tres, por no dar más abasto. Los introdujo en el pequeño cenacho de esparto que siempre llevaba para recoger caracoles, de ser menester.
Cuando reanudaron la marcha, Rigoberto había aumentado su despensa considerablemente.
Otras dos leguas y media más tarde, la silueta del castillo de Aznar se hizo visible en lo alto de un cerro. Serían cerca de las vísperas y la noche acechaba, especialmente inquietante con aquel cielo blanquecino. Había dejado de nevar y el frío se hacía cada vez más duro.
Don Lope de Espinosa se adelantó y comenzó a subir en solitario hasta el castillo. Era de esperar que estuviese despoblado. Mas había que asegurarse. No sería la primera fortaleza que, abandonada por sus titulares, fuese guarida de proscritos y rufianes. Al llegar, comprobó que el portón estaba cerrado, pero no clausurado. Empujó una de sus hojas y ambas cedieron, abriéndose de par en par. Los castillos militares sólo podían cerrarse desde el interior. Una vez que la frontera estaba alejada, no era extraño que esta fortificación de Aznar fuese abandonada hacía unos años por su carencia de interés militar, y los freires concentraron las tropas en la cercana villa de Letur.
El caballero Espinosa, tras cerciorarse de que nadie habitaba el lugar, hizo señas moviendo al aire su blanca capa de Santiago, El castillo estaba franco.
El resto del grupo subió hasta la fortaleza. De planta cuadricular, tenía un torreón en cada esquina y, pese a su abandono, aparentaban estar en buen estado su celoquia y las caballerizas, hasta donde los escuderos llevaron a los caballos y mulos, les desaparejaron y dejaron con agua y suficiente libertad para que comieran la abundante vegetación crecida en los suelos.
Se refugiaron en el interior de lo que fue la vivienda del alcaide, dentro de la celoquia. En primer lugar, una vez, acomodados, procedieron a realizar la oración vespertina. Una vez terminada, y siendo ya noche oscura, Rigoberto pidió permiso para encender la chimenea.
—La leña está húmeda y hará un humo negro que, en noche tan cerrada como la que tenemos, no será visible. Sólo debemos atrancar las portezuelas de esa ventana, para que no pueda verse desde el exterior la luz del fuego —dijo el joven aprendiz de escudero. —Por el camino he conseguido esta liebre y unos cuantos cangrejos de río que podemos asar. Hemos de reponer fuerzas.
—¿Cómo y cuándo los habéis conseguido? —Preguntó el Alférez al muchacho, con tono jocoso. ¡Vaya rapaz que estáis hecho!
—Vi el rastro de la liebre y la encontré refugiada en el tronco de un árbol. Los cangrejos, mientras descansábamos junto al río —explicó Rigoberto. Me he criado en estos campos y sierras y me sé valer en ellos.
—¡Bien hecho! Sois un valioso joven, Y muy discreto ¡Vive Dios! —le replicó don Diego, mientras que don Alonso y don Hernando asentían no sin cierta admiración.
—¡Aprended de él! ¡Bribones! —Les dijo don Diego a los otros dos escuderos. ¡Aprended de él!
Al poco llegaron los muleros que habían terminado de componer la carga que transportaban sus animales. Aunque no solían alojarse junto a los caballeros, en aquellas circunstancias, don Alonso había ordenado que así lo hicieran. Todos junto a la lumbre haría más llevadera la larga y fría noche.
Uno de ellos encendió el fuego con un pedernal que guardaba en un bolsón de cuero, junto con otras pertenencias. Y, mientas despellejaban la liebre y se conseguían hacer las primeras brasas, los caballeros musitaban entre ellos.
Lo primero que hicieron fue distribuirse las guardias de la noche. Consideraron que, dado el frío, los turnos serían de la duración de tres letanías completas de Domina Nostra Dei genenetrice Virgine Maria.
Comenzaría don Diego. Se abrigó cuanto mejo pudo y salió de la estancia. Con un pequeño farol de campaña, se alumbró hasta la puerta de acceso al recinto fortificado para comprobar que estaba bien atrancada, como así lo estaba. Comprobó la dirección del viento y optó por subir al torreón Norte, que era el que parecía estar en mejor estado. Bajó la intensidad de la luz del farol cerrando su tiro de alimentación y comenzó a rezar «Kyrie, eléison. Christe, eléison…»
Dentro, los refugiados comieron liebre y cangrejos, algo de tocino y pan y bebieron un vino algo ácido que llevaba un mulero en un pellejo de conejo. No tocaban a mucho, pero hacía trasegar bien aquella cena improvisada. Reservaron para don Diego y se acomodaron tumbados para intentar descansar. Pronto quedaron dormidos.
Don Diego avisó a don Hernando de que era su turno de guarda. Éste despertó sin sobresaltos y le señaló la comida a la tenue luz de las brasas, que avivó el saliente.
—La torre Norte es la mejor para nuestra guardia.
—Gracias. Quedad con Dios y descansad —contestó don Hernando. Tomó el farolillo y se dirigió por el antiguo patio de armas hasta la torre indicada.
Se sucedieron las guardias hasta que, a la quinta, de nuevo con don Hernando de vigía, por Levante comenzó el alba. El día apuntaba aún cubierto, pero sin aparentar la amenaza de más nieve. Con esas primeras luces, dejó su puesto y fue a despertar al resto del grupo. Oraron antes de todo, dando Gracias a Dios por el nuevo día y los muleros, rápidamente, se dispusieron a aparejar y cargar a sus brutos, mientras los escuderos y los propios caballeros aparejaron a sus corceles.
En poco tiempo todo estaba preparado para partir.
Don Alonso y sus caballeros conocían la situación en la villa de Socovos, asediada y en la que su hijo Gómez, resistía con bravura. También sabían que en Letur, su alcaide don Hernando, hermano de don Lope, se defendía con firmeza y tesón al asedio de las tropas realistas llegadas desde Alcaraz. Era preferible esquivarla. Así que decidieron ir a un lugar cercano y de menor importancia estratégica: Férez.
(Continuará...)
Hoy he comenzado la lectura de tu novela. Gracias por enviármela.
ResponderEliminarQué bien escrita la historia y qué bien descritos los escenarios de la narración, en los que entras gracias al vocabulario tan rico y preciso de esa época en la que se desarrolla.
ResponderEliminarEsperando el siguiente capítulo para seguir los avatares de los personajes.
Suscribo el comentario de Conchi. Tiene todos los ingredientes que como lectora me enganchan a la historia, creo que esk es lo mejor que un lector puede decir de una obra, que devora cada capítulo q leo y ansío el siguiente. Me siento privilegiada de poder leerte Gregorio Piñero y en este caso, disfrutar de tu dominio de la novela histórica, que lleva mucho trabajo de investigación y que bordas como otros géneros literarios con los que nos deleitas a tus lectores. Actualmente, hay niñas llamadas Jimena, me gustaría que los padres de hoy también apreciarán el ombre de "López" y no sé perdiera. A la espera de la siguiente entrega. Enhorabuena. ¡Q gran conexión la tuya entre inteligencia suprema, corazón, Amor a tu tierra, y tan buena pluma. Deseo verla publicada y el mundo hispano hablante, pued disfrutar de ella.
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