sábado, 19 de abril de 2025

SOEZ COSA ES UN CLAVO (17)


 

XVII

La mañana comenzó pronto. Antes de amanecer, don Alonso y todos los que se iban a trasladar, se pusieron en marcha. Fueron a misa y, tras de ella, comenzaron a montar la comitiva. Una larga fila de mulos con enseres precedía a los caballeros y a sus damas que, al final del séquito, cerraban el cortejo.   

El deán les volvió a dar su bendición. Y, el último en despedirse fue el batle oriolano, don Joan Rodríguez.

—Id con Dios, don Alonso y demás compañía. Aquí tenéis vuestra casa —dijo el munícipe.

  —Os habéis comportado muy por encima de vuestras obligaciones —dijo don Alonso. Nunca os olvidaremos. Doña María está muy satisfecha de vuestra inigualable hospitalidad.

El batle, respondió con un gesto de cortesía.  «Nada que con no hubiese hecho por nos y los míos» —aseveró. Tened buen viaje.

—Muchísimas gracias. Que Dios lo tenga en su consideración en el juicio final —le dijo don Alonso. Volvió la vista atrás y se despidió con la mano abierta, saludando a todos. Se habían portado de maravilla, sin duda.

A primeras horas de la tarde llegaron a Guardamar. La nau era de ciento treinta barriles. Más que suficiente para toda la impedimenta de la familia de don Alonso y de las familias de los demás. Comenzaron a estibarla, como era costumbre, desde una falúa que iba y venía del barco con presteza. La mar estaba en relativa calma y las labores de acarreo del buque fueron rápidas. La mayor dificultad residió en las bestias que se resistían a ser izadas a las bodegas. Y, por último, los pasajeros.

Acomodaron a las damas en los camarotes de popa, que agradecieron pues eran los más confortables. Los cabaleros se instalaron, con los escuderos, en los de proa. Soldados y muleros se instalaron, junto con la tripulación, en la bodega de la nau San Lucas. Raquel y su padre, Leví, se acomodaron separados. Ella, junto a doña Jimena, con las señoras. Ël, en proa, con los hombres distinguidos.

Poco antes de anochecer, levaron anclas. La mar estaba casi en calma. Sólo una pequeña brisa de lebeche hinchaba las velas de la San Lucas, suficiente para que aquella marinera nave fuese avanzando en demanda de Benidorm.

Cenaron moderadamente un poco de queso y unas nueces y almendras. Se trataba de engañar al estómago para pasar buena noche. Pero no llenar la panza, porque el balanceo de la navegación podía hacer estragos y era conveniente el evitarlo.

Unos, la gran mayoría, se retiraron a descansar. Si la navegación se desarrollaba con normalidad, serían solo dos noches. Al segundo día llegarían a Benidorm.

Apoyando sus brazos en la traca de la borda, a babor, don Alonso meditaba en la oscuridad. La luz del farol del palo mayor rivalizaba con la palidez de la luna en cuarto creciente, de modo que sólo se veía unos metros más allá. Sabía que a su frente estaba la costa, pero no podía distinguirla. Debieran estar cerca de sobrepasar a Torre Mata, pero no se veía luz alguna, quizá no hubiesen llegado aún a su altura.

—¿No dormís? —le preguntó el caballero don Diego de Tudela.

—Igual que vos, por lo que veo —contestó “El Bravo”.

—Me apetece respirar un poco de la brisa marítima y pensar en el inmediato futuro, don Alonso.  Porque nuestra vida va a cambiar y mucho. Hemos huido, sí. Estamos salvos. Pero no sé cómo podremos vivir sin la actividad de otrora —se explicó don Diego.

—Así es. Podemos dar por finalizada nuestra vida en la frontera, sin descanso ni reposo. Es obvio que no volveremos a administrar tierras y hombres de guerra. Pero podremos dedicarnos al cuidado de nuestros nietos y a holgar en la caza y la pesca —afirmó don Alonso, con voz derrotada.

Oyeron pasos. Volvieron la cabeza y era el capitán que se les acercaba.

—Buenas noches os de Dios, caballeros —les saludó.

Contestaron al saludo los hidalgos.

 Cipriano de La Marina, capitaneaba la nau San Lucas tres años ya. Dedicada más al transporte que a fines bélicos, no había hecho renuncio alguno cuando se lo pidió el rey y transportó las tropas en diciembre de 1459 hasta Barcelona, para dar seguridad a las personalidades asistentes a la Concordia que allí se firmó y por la que el rey Don Juan y su hijo el príncipe Carlos, se reconciliaron en su disputa por el reino de Navarra.

—No quisiera contrariaros pues, aunque hace buena noche y la tormenta ya desvaneció, hace frío para estar parado en la borda de un buque a mar abierto —dijo el navegante. Os recomiendo que vayáis a vuestros camarotes.

En el fondo, no gustaba de ver merodear por la cubierta a personas distintas a la guardia de su tripulación. Así que había insinuado —educadamente, eso sí—  que se retiraran los caballeros a sus aposentos del castillo de proa. Y éstos aceptaron la sugerencia.

—Lleváis razón —dijo don Alonso. Iremos a nuestro camarote. Que hagáis buena guardia —le deseó.

—Pasad buena noche. Descansad —dijo el marino.

Transcurrió la noche sin novedad y, con las primeras luces, los caballeros se levantaron de sus camastros y rezaron sus oraciones matutinas, junto con los escuderos y soldados.

Ángele Dei, qui custos es mei, me, tibi commíssum pietáte supérna, illúmina, custódi, rege et gubérna —finalizó el santiaguista.

 —Amén —respondieron todos.

Y, al finalizar la frase, el buque se vio envuelto en una neblina blanca y densa que impedía ver más allá de unos palmos. Se hizo un gran silencio. Dejó de oírse el chapoteo del buque sobre el mar, hasta que por la banda de estribor se escuchó un gran golpe seco, que llegó a frenar a la embarcación. Algunos, incluso, cayeron sobre la cubierta.

Se precipitaron hacia la proa varios marineros, para ver qué había pasado. Pero nada vieron. La niebla seguía muy cerrada y nada se veía.

—¡Home a l'aigua! —gritó uno de los marineros a proa— ¡Home a l'aigua!

Entre la bruma densa se pudo ver a un hombre que flotaba boca arriba. Se arrió la falúa y se capturó al náufrago. Estaba semi desnudo. Aún vivía.

En cubierta, Leví le practicó maniobras de reanimación y friegas con alcohol de romero, para hacerle entrar en calor. Lo recostaron en un camastro en el castillo de proa y le abrigaron bien. Respiraba con normalidad, pero no recobraba el conocimiento. 

El navío liberó la campana de niebla, para hacerla sonar mientras navegaba envuelto en aquella densa nube extraña. Era de una densidad increíble, sin fisuras, que hacía invisible a la San Lucas, y el temor a un choque inundó a los tripulantes. Arriaron las velas mayor y mesana, dejando sólo para maniobrar y no quedar al pairo, la cangreja, de corte latino. El tres palos, redujo notablemente su velocidad de marcha.

Aquella agobiante atmósfera se disipó en poco más de media hora. No encontraron resto alguno del barco que, sin duda, chocó con la San Lucas y que tripulaba el náufrago. No había otra explicación para el golpe oído y la súbita aparición flotando del hombre desmayado.

Cuando de nuevo surgió la luz de la mañana y el contramaestre mandó izar las velas, no quedó rastro del suceso. La embarcación volvió a empopar con alegría y se vieron con nitidez las costas de Alicante, con su alto castillo, presidiendo. A la mañana siguiente, habrían llegado a su destino.

 (Continuará...)

1 comentario:

  1. La escritura hace sentir el desasosiego de "El Bravo", la humedad y la brisa en el barco, la inmensa niebla, el choque...desplegando el conocimiento del latín del autor, todo ello contribuye al interés de este capítulo que nos deja con la pregunta de ¿quién será el naúfrago? y qué supondrá la aparición de este nuevo personaje en el rumbo de la novela.

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