jueves, 29 de mayo de 2025

SOEZ COSA ES UN CLAVO (29)


 

XXIX

Al amanecer se vieron en lontananza unas velas que se acercaban. Eran tres navíos de guerra. Piratas, sin duda. El vigía dio la alerta. Repicó a rebato la campana mayor de la Iglesia.

Las mujeres y niños comenzaron a refugiarse dentro de los muros del Castillo. También llevaron la mayoría de los animales que tenían en crianza. Y la fuerza se reunió en la torre vigía, cercana a la playa. Caballeros y peones, se pertrecharon para la defensa de la ciudad. Con don Alonso al mando, comprobó su escaso número: eran cuatro caballeros, media docena de escuderos y unos treinta peones. Ordenó prender la almenara para dar aviso a su primo en Polop,

Leví eligió una dependencia amplia, entrando a la derecha del Castillo, para instalar un botiquín de campaña. Sería asistido por Raquel y por Tariq. «Si hay lucha, y si desembarcan habrá lucha, se producirán heridos» —pensó. Gonzalo fue el encargado de organizar un eficaz sistema para su evacuación y traslado.

Los buques iban acercándose pausadamente a la orilla. Se veía en sus bordas a los piratas preparados para entrar en combate. Serían unos treinta por barco. Don Alonso dispuso que los cinco ballesteros, bien pertrechados de saetas, se instalaran en el hollado de la torre. Cerró las filas de las lanzas y dispuso a los caballeros por delante. Los escuderos, Algunos a caballo, como Rigoberto, se situaron unos pasos tras de ellos.

Los barcos embarrancaron sus quillas en la arena, deteniéndose, y los bandidos se lanzaron por las bordas y proas a la orilla, en un ataque furibundo y desordenado. Ensordecían sus gritos.  

Don Alonso, esperó un par de minutos para dar la orden de ataque. A su recibo, los caballeros, lanza en ristre, acometieron a cada una de las columnas que, desorganizadamente, provenían de cada barco. Comenzaron a llover las saetas, causando algunas bajas. Les siguieron los escuderos. Rigoberto siguió a Fajardo. Arróniz, por el flanco izquierdo, arremetió traspasando con su lanza a uno de ellos. Don Diego Tudela y Yáñez Fajardo, acometieron a los del centro.

Los infantes aguardaron unos instantes para encargarse de aquellos que esquivaban el enfrentamiento con los caballeros y avanzaban hacia el interior de la villa. Uno de los escuderos fue alcanzado por el golpe de alfanje de uno de los piratas. Cuando iba a ser rematado en el suelo, un infante lo atravesó con el extremo punzante de su alabarda, salvándolo.

La lucha era encarnizada. Los caballeros continuaban con sus lanzas haciendo estragos. Pero eran muchos y una avanzadilla consiguió llegar a las primeras casas. Comenzaban a ser insuficientes en la lucha.

En un descuido, Rigoberto fue golpeado en su adarga y arrojado al suelo. Algo aturdido, vio como se le abalanzaba un pirata, con el alfanje dispuesto a golpearle. Giró sobre su eje, fallando el golpe el enemigo y él se rehízo inmediatamente, golpeando con su espada en la espalda del contrincante. No le hirió lo suficiente y se revolvió preso de furia. Paró el golpe Rigoberto con la espada y se lo devolvió. Golpeándole la cabeza. Cayó aturdido y Rigoberto puso el filo de su espada en la garganta del pirata. Dudó y quedó paralizado,

—¡Herid! ¡Rigoberto! ¡herid! —le gritó don Alonso, que había presenciado la escena, mientras combatía.

El joven escudero empujó su espada y degolló al bandido. Levantó su celada y era un joven aún menor que él. Había muerto con los ojos abiertos, en expresión de terror. Un hilillo de sangre brotó de sus labios.

Continuaba la batalla y se iba decantando a favor de los piratas. Reunificó don Alonso sus líneas, pero se iban introduciendo en las casas y comenzando a saquearlas. En esas se encontraban cuando un importante número de caballeros y peones llegaron desde Polop, entrando al combate dirigidos por don Diego Fajardo. Aquellos refuerzos fueron proverbiales. Viéndose superados, los piratas regresaron a la carrera a sus barcos, siendo perseguidos por los defensores. Ocho o diez, fueron desarmados y detenidos.

Habían repelido el intento de saqueo de aquellos piratas.

Hubo que lamentar dos muertos entre los infantes cristianos y varios heridos, que fueron curados por Leví. Se contaron más de veinte muertos entre los enemigos, a los que se le dio sepultura en una zona de tierra firme, al límite de la playa.

Después del enfrentamiento, los caballeros y los escuderos se reunieron en el refectorio de don Alonso, con la presencia de don Diego y los suyos, a fin de hacer consejo de guerra y recapitular los fallos.

—La alerta funcionó, pero estuvimos a punto de sucumbir. No éramos suficientes para el número de atacantes que nos invadieron. Si no llega a ser por la intervención en el momento oportuno de don Diego y los suyos, no hubiésemos aguantado la presión. Un rato después y hubiese sido muy tarde —expuso don Alonso.

—Nos faltaron peones. Eran, a todas luces, insuficientes. No pudimos desplegarles adecuadamente y fuimos rebasados en poco tiempo —afirmó Arróniz.

—Trasladaré veinte infantes desde Polop, para reforzar vuestras defensas. Creo que sí serán suficientes. Más de tres barcos, es difícil que vengan. Y, con la lección aprendida, no creo que en un tiempo prudencial repitan el ataque —intervino don Diego Fajardo.

Continuaron los caballeros platicando sobre cómo reaccionar en sucesivas invasiones, mientras doña María Piñero hizo servir un tentempié: un buen queso y una longaniza, con una buena hogaza de pan, que los asistentes fueron comiendo lentamente. No entraba en la cortesía de los caballeros el alimentarse brusca y rápidamente. Les acompañaba un buen vino de la tierra.

Todos fueron probando aquellas viandas, menos Rigoberto. Estaba impresionado con la expresión de terror que mostraban los ojos del pirata que había degollado. Un mozalbete.

A término de la reunión, don Alonso le llamó a parte.

—Sé que estáis abrumado por haber causado vuestra primera muerte. Debéis acostumbraos si queréis ser un buen caballero. Vencisteis en combate justo. No os arrepintáis pues fuisteis mejor en la lid. Pensad que pudo ser al revés —le dijo.

Rigoberto asintió la cabeza, y agradeció el consejo. Los demás escuderos le habían dado la enhorabuena. Fue su bautizo de sangre.

Al caer la tarde, llegó don Hernando de Espinosa. Había pasado el día anterior por Orihuela, donde le informaron de que se encontraba don Alonso y los suyos en Benidorm. Trajo las noticias buenas del perdón del Obispo-prior de la Orden y del rey don Enrique, que fueron acogidas con entusiasmo.

Y también comunicó a don Alonso la amenaza del rey don Enrique de perseguirle hasta encontrarle y hacerle justicia, si bien, el hecho de que Beltrán fuese ahora el hombre con mayor influencia sobre el rey y no don Juan Pacheco, permitía tener esperanzas de que no se le molestaría en aquellas tierras.

* * *

 Tes días después de la invasión, regresó uno de los barcos piratas enarbolando bandera blanca. Querían negociar el rescate de los apresados. Tariq hizo de traductor.

Solicitaron los cristianos treinta mil sueldos por los ocho presos y como compensación a las casas que habían dañado en su ataque. Era una gran fortuna.

Los piratas dudaron, Ofrecieron veinticinco mil sueldos. Don Alonso, que comprendió que no tenían más, lo admitió e hizo firmar al caudillo la renuncia a volver a atacarles, que plasmó por escrito. La muerte sería la consecuencia de incumplir su promesa.

Fueron liberados los presos y regresaron a su patria.

martes, 27 de mayo de 2025

SOEZ COSA ES UN CLAVO (28)

 

 

XXVIII

Don Hernando de Espinosa había llegado a Toledo al día siguiente de partir de Uclés. Hizo fonda las vísperas en la casa convento de la orden de Santiago de Ocaña, a cuya altura del trayecto le comenzó a caer la noche.

Era su casa maestral muy amplia, con tres alturas y una troje, en la que se depositaba los productos del tercio, como harina, aceite, vino…

Recién terminada de construir, en la planta baja, estaban las caballerizas, así como las cocinas, el refectorio y las dependencias de gestión y la capilla. En la primera planta estaban las celdas de los caballeros y freires.

 En una de ellas se hospedó don Hernando, quien tomó un reconfortante caldo de puerros y nabos, con zanahorias, antes de ir a la capilla a rezar las completas. Tras su rezo, fue hasta su celda, donde pasó buena noche. Había algún caballero más acogido a hospedaje. Apenas cruzaron palabra entre ellos.

Con anterioridad, fue recibido por el administrador de la Orden.

Bienvenido seáis, don Hernando. Estáis en vuestra casa —le dijo don Bartolomé.

Era un hombre excesivamente cenceño. Dijérase que parecía un bastidor humano con piel. Sus manos huesudas, y su nariz afilada con pómulos pronunciados y los ojos hundidos en sus cuencas, resultaban inquietantes. Denotaba mala salud. Iba vestido con el hábito de Santiago sin capa y ceñido con un cíngulo, lo que le hacía aún más flaco, si cabe.  No aparentaba los cuarenta años que tenía. Parecía ser mucho más viejo.

—Os estoy muy agradecido —respondió Espinosa.

 —¿Y a qué debemos el gran honor de vuestra visita?  —preguntó, sin tapujos, el delegado del comendador.

—Voy a Toledo a ver al rey don Enrique. Tengo el encargo de Don Alonso Fajardo “El Bravo” de llevarle un correo —contestó Espinosa, también sin rodeos.

—¿Don Alonso ”El Bravo”? —replicó el administrador. Mal asunto. Es el hombre más buscado en el reino. Junto con vos y otros.

—El Obispo-prior, nos ha perdonado a todos los caballeros de la hueste de don Alfonso. Mas de doscientos cuarenta. Y el correo que llevo es una súplica para que nos sea otorgado el perdón real —contestó Espinosa.

Espero que os lo otorgue. Por nuestra parte, como correo y como caballero de la Orden, no os ponemos impedimento alguno para que cumpláis con vuestra misión. Y os deseamos que la alcancéis —contestó don Bartolomé. Vayamos al refectorio a tomar algo. A ver qué nos ha preparado esta noche el cocinero.

A primera hora de la mañana, tras oír misa y desayunar, partió don Hernando, que llegó a Toledo después del mediodía.

Accedió a la ciudad por el Norte, por la Puerta de Bisagra, una vez rodeado el Torno del Tajo, que era administrada por la Orden y los caballeros de Santiago estaban libres del portazgo. Se dirigió hacia el Hospital de Santiago, un impresionante edificio que se comenzó a construir en 1175 sobre la casa del Maestre D. Pedro Fernández de Fuente Almejar, junto con un solar cedido por el rey Alfonso VIII. Estaba destinado a la curación de caballeros y sirvientes heridos en las batallas contra las tropas islámicas y a albergue de los santiaguistas que pernoctaban en Toledo.

Los dormitorios de enfermos estaban en la planta baja, junto a las cocinas y comedor. En la primera planta se encontraban las celdas de los hospedados.

El hermano-portero llamó a un sirviente, que se hizo cargo del caballo de don Hernando y le acompañó hasta la alcoba que le había correspondido en la planta superior. Un amplio camastro, un tablero con dos sillas, un aguamanil y algunos paños para secarse, era todo el ajuar de aquella celda. Sobre la mesa un jarro con agua y un tazón de barro, lo completaban.

—Acomodaos y aguardad a que venga el comendador, don Hernando —le dijo el hermano-portero.

Afirmó Espinosa con la cabeza y el doméstico salió, cerrando la puerta. Se despojó de las prendas militares que puso sobre una de las sillas. Apoyó la espada en la pared y guardó los correos en el único cajón que disponía la mesa. Se sentó sobre la cama y esperó…

Transcurrido un rato, oyó unos pasos en el corredor y el golpeo con los nudillos de la puerta.

—¡Adelante! —Gritó Espinosa.

Entró el comendador en la estancia. Era un hombre corpulento, con barba, de unos cuarenta años.

—Don Hernando de Espinosa: en nombre del rey os confino en estos aposentos hasta nueva orden. Sólo podréis llegaos a las letrinas cercanas de esta planta y se os traerán las comidas a esta celda. Permitidme vuestros despachos y la daga y espada —dijo con voz gruesa, de timbre bajo, que retumbó en la celda.

Mas…, tengo las credenciales de correo real. Estoy protegido por las leyes de Castilla —alegó Espinosa.

—Es orden directa del rey. Al fin y al cabo, ya habéis llegado a vuestro destino. Permaneceréis aquí, hasta que el rey os reciba —concluyó el comendador.

Tomó los correos, el puñal que le ofreció don Hernando y la espada y salió de la habitación, sin dar más explicaciones. El caballero quedó afligido y preocupado por su suerte.

Casi quince días estuvo Espinosa sin tener noticias del rey. Todas las fiestas navideñas. Mantuvo con buen talante su confinamiento que, muy riguroso al principio, fue relajándose con el paso de los días, de tal modo que podía salir de la celda con cierta libertad, para ir a la capilla, por ejemplo, siempre que no saliese del edificio del Hospital. Eso hizo que la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo la celebrase con el resto de los caballeros y freires de la Orden, agradablemente.

Después de la Epifanía, llegó el comendador hasta su celda. Era media tarde

—¡Ave María! Buenas tardes, don Hernando.

—¡Gratia plena!

—Ha venido un sirviente real. Os recibirá el rey mañana después de la hora Sexta. Se os escoltará hasta el Alcázar. Estad preparados —se limitó a decir escuetamente.

Era el comendador, sin duda, hombre de pocas palabras. Y más, como era el caso, cuando tan incómoda le parecía aquella situación, en el que había recluido a un caballero libre. Mas era la voluntad del rey.

—Una cosa más: os recibirá el rey junto con Beltrán de la Cueva y Mercado, que va a ser nuestro maestre provisional. Os recomiendo que os ganéis su confianza. Está enfrentado al Marqués de Villena y es, actualmente, el verdadero privado del rey —le aconsejó el comendador.

García Álvarez de Toledo y Carrillo de Toledo, del consejo de los trece, estaba considerado como una de las personas más importantes y con mayor opinión en la Orden de Santiago. Era hijo de Fernando Álvarez de Toledo y Sarmiento, I conde de Alba de Tormes, que estuvo en prisión por orden de Juan II, hasta que el rey Enrique IV lo liberó, y de Mencía Carrillo de Toledo. Padre e hijo destacaron en el cerco de Alcalá la Real y otras campañas. El rey le tenía en muy alta consideración. Convenía hacer caso de sus consejos.

Tres cuartos de hora antes de la prevista para la cita real, cuatro guardias y un oficial, llegaron hasta el Hospital de Santiago. Don Hernando estaba preparado y vestido con su hábito y capa de Santiago, recién lavadas para la ocasión y puesto de cota y borceguíes limpios. Le fue entregada por don García el puñal y la espada que le había retirado y que dispuso en su cinto, un arma a cada costado.

Bajo escolta, comenzó a subir las empinadas cuestas que separaban el edificio del Hospital de Santiago del Alcázar, en lo más alto de la ciudad.

Dividido en dos partes diferenciadas, el Alcázar estaba reconstruido sobre la alcazaba musulmana. A un lado, las dependencias militares y caballerizas. Y, al otro costado, ocupando menos espacio, la zona palaciega, con las dependencias reales.

Tras ser anunciado, don Hernando entró en el Salón del Trono. Una amplia estancia, que permanecía casi igual desde que la dispusiera el rey Alfonso el Sabio. Con pinturas conmemorativas de hazañas bélicas a ambos lados. Ocupaba una importante superficie de veinte por diez varas castellanas. El rey se encontraba sentado sobre un promontorio de tres escalones, en su centro al fondo. A su derecha, en pie, se encontraba Beltrán de la Cueva y Mercado.

Vestía el rey, sayón rojo y esclavina azul marino, con ribetes dorados en el cuello y un crucifijo pendía de su cuello. Provisto de la corona, tenía adoptaba una posición solemne, sin duda, estudiada. Beltrán vestía el hábito de Santiago, con capa, blanco y austero. Otros consejeros y miembros de la corte estaban en la sala.

Espinosa entró altivamente y se postró ante el rey.

—Poneos en pie, don Hernando —le ordenó don Enrique. Hemos estudiado la petición de don Alonso que portabais —prosiguió— y hemos decidido otorgar el perdón a todos los caballeros que en el mismo se relacionan, con tal de que nos mantengan fidelidad.

Le entregó a don Hernando el escrito que contenía la amnistía para más de doscientos cuarenta caballeros, lo más granado de la nobleza murciana, así como el perdón del Obispo-prior.

—Bien podéis dar las gracias a Beltrán, pues ha considerado oportuno aconsejarme en el sentido adoptado en este documento —concluyó el rey.

Espinosa agradeció a ambos el perdón. Tomó en sus manos el cilindro que lo contenía y se dispuso a marchar.

—Y decidle a don Alonso, del que sabemos por carta de su primo que rindió Caravaca el pasado siete de diciembre y que supongo que lo veréis, que lamentamos su infidelidad, su testarudez y su arrogancia para con Nos. No olvidaremos el daño que nos hizo y le perseguiremos hasta encontrarle y hacer justicia.

Caminando hacia atrás, sin darle la espalda al rey, salió Don Hernando de Espinosa del Salón del Trono. Misión cumplida.

(Continuará...)

SOEZ COSA ES UN CLAVO. AGRADECIMIENTOS.

      AGRADECIMIENTOS  En primer lugar, quiero agradecer a mi buen amigo don José Ribero, la magnífica portada que ha confeccionado para...