XXIX
Al amanecer se vieron en lontananza unas velas que se acercaban. Eran tres navíos de guerra. Piratas, sin duda. El vigía dio la alerta. Repicó a rebato la campana mayor de la Iglesia.
Las mujeres y niños comenzaron a refugiarse dentro de los muros del Castillo. También llevaron la mayoría de los animales que tenían en crianza. Y la fuerza se reunió en la torre vigía, cercana a la playa. Caballeros y peones, se pertrecharon para la defensa de la ciudad. Con don Alonso al mando, comprobó su escaso número: eran cuatro caballeros, media docena de escuderos y unos treinta peones. Ordenó prender la almenara para dar aviso a su primo en Polop,
Leví eligió una dependencia amplia, entrando a la derecha del Castillo, para instalar un botiquín de campaña. Sería asistido por Raquel y por Tariq. «Si hay lucha, y si desembarcan habrá lucha, se producirán heridos» —pensó. Gonzalo fue el encargado de organizar un eficaz sistema para su evacuación y traslado.
Los buques iban acercándose pausadamente a la orilla. Se veía en sus bordas a los piratas preparados para entrar en combate. Serían unos treinta por barco. Don Alonso dispuso que los cinco ballesteros, bien pertrechados de saetas, se instalaran en el hollado de la torre. Cerró las filas de las lanzas y dispuso a los caballeros por delante. Los escuderos, Algunos a caballo, como Rigoberto, se situaron unos pasos tras de ellos.
Los barcos embarrancaron sus quillas en la arena, deteniéndose, y los bandidos se lanzaron por las bordas y proas a la orilla, en un ataque furibundo y desordenado. Ensordecían sus gritos.
Don Alonso, esperó un par de minutos para dar la orden de ataque. A su recibo, los caballeros, lanza en ristre, acometieron a cada una de las columnas que, desorganizadamente, provenían de cada barco. Comenzaron a llover las saetas, causando algunas bajas. Les siguieron los escuderos. Rigoberto siguió a Fajardo. Arróniz, por el flanco izquierdo, arremetió traspasando con su lanza a uno de ellos. Don Diego Tudela y Yáñez Fajardo, acometieron a los del centro.
Los infantes aguardaron unos instantes para encargarse de aquellos que esquivaban el enfrentamiento con los caballeros y avanzaban hacia el interior de la villa. Uno de los escuderos fue alcanzado por el golpe de alfanje de uno de los piratas. Cuando iba a ser rematado en el suelo, un infante lo atravesó con el extremo punzante de su alabarda, salvándolo.
La lucha era encarnizada. Los caballeros continuaban con sus lanzas haciendo estragos. Pero eran muchos y una avanzadilla consiguió llegar a las primeras casas. Comenzaban a ser insuficientes en la lucha.
En un descuido, Rigoberto fue golpeado en su adarga y arrojado al suelo. Algo aturdido, vio como se le abalanzaba un pirata, con el alfanje dispuesto a golpearle. Giró sobre su eje, fallando el golpe el enemigo y él se rehízo inmediatamente, golpeando con su espada en la espalda del contrincante. No le hirió lo suficiente y se revolvió preso de furia. Paró el golpe Rigoberto con la espada y se lo devolvió. Golpeándole la cabeza. Cayó aturdido y Rigoberto puso el filo de su espada en la garganta del pirata. Dudó y quedó paralizado,
—¡Herid! ¡Rigoberto! ¡herid! —le gritó don Alonso, que había presenciado la escena, mientras combatía.
El
joven escudero empujó su espada y degolló al bandido. Levantó su celada y era
un joven aún menor que él. Había muerto con los ojos abiertos, en expresión de
terror. Un hilillo de sangre brotó de sus labios.
Continuaba la batalla y se iba decantando a favor de los piratas. Reunificó don Alonso sus líneas, pero se iban introduciendo en las casas y comenzando a saquearlas. En esas se encontraban cuando un importante número de caballeros y peones llegaron desde Polop, entrando al combate dirigidos por don Diego Fajardo. Aquellos refuerzos fueron proverbiales. Viéndose superados, los piratas regresaron a la carrera a sus barcos, siendo perseguidos por los defensores. Ocho o diez, fueron desarmados y detenidos.
Habían repelido el intento de saqueo de aquellos piratas.
Hubo que lamentar dos muertos entre los infantes cristianos y varios heridos, que fueron curados por Leví. Se contaron más de veinte muertos entre los enemigos, a los que se le dio sepultura en una zona de tierra firme, al límite de la playa.
Después del enfrentamiento, los caballeros y los escuderos se reunieron en el refectorio de don Alonso, con la presencia de don Diego y los suyos, a fin de hacer consejo de guerra y recapitular los fallos.
—La alerta funcionó, pero estuvimos a punto de sucumbir. No éramos suficientes para el número de atacantes que nos invadieron. Si no llega a ser por la intervención en el momento oportuno de don Diego y los suyos, no hubiésemos aguantado la presión. Un rato después y hubiese sido muy tarde —expuso don Alonso.
—Nos faltaron peones. Eran, a todas luces, insuficientes. No pudimos desplegarles adecuadamente y fuimos rebasados en poco tiempo —afirmó Arróniz.
—Trasladaré veinte infantes desde Polop, para reforzar vuestras defensas. Creo que sí serán suficientes. Más de tres barcos, es difícil que vengan. Y, con la lección aprendida, no creo que en un tiempo prudencial repitan el ataque —intervino don Diego Fajardo.
Continuaron los caballeros platicando sobre cómo reaccionar en sucesivas invasiones, mientras doña María Piñero hizo servir un tentempié: un buen queso y una longaniza, con una buena hogaza de pan, que los asistentes fueron comiendo lentamente. No entraba en la cortesía de los caballeros el alimentarse brusca y rápidamente. Les acompañaba un buen vino de la tierra.
Todos fueron probando aquellas viandas, menos Rigoberto. Estaba impresionado con la expresión de terror que mostraban los ojos del pirata que había degollado. Un mozalbete.
A término de la reunión, don Alonso le llamó a parte.
—Sé que estáis abrumado por haber causado vuestra primera muerte. Debéis acostumbraos si queréis ser un buen caballero. Vencisteis en combate justo. No os arrepintáis pues fuisteis mejor en la lid. Pensad que pudo ser al revés —le dijo.
Rigoberto asintió la cabeza, y agradeció el consejo. Los demás escuderos le habían dado la enhorabuena. Fue su bautizo de sangre.
Al caer la tarde, llegó don Hernando de Espinosa. Había pasado el día anterior por Orihuela, donde le informaron de que se encontraba don Alonso y los suyos en Benidorm. Trajo las noticias buenas del perdón del Obispo-prior de la Orden y del rey don Enrique, que fueron acogidas con entusiasmo.
Y también comunicó a don Alonso la amenaza del rey don Enrique de perseguirle hasta encontrarle y hacerle justicia, si bien, el hecho de que Beltrán fuese ahora el hombre con mayor influencia sobre el rey y no don Juan Pacheco, permitía tener esperanzas de que no se le molestaría en aquellas tierras.
* * *
Tes días después de la invasión, regresó uno de los barcos piratas enarbolando bandera blanca. Querían negociar el rescate de los apresados. Tariq hizo de traductor.
Solicitaron los cristianos treinta mil sueldos por los ocho presos y como compensación a las casas que habían dañado en su ataque. Era una gran fortuna.
Los piratas dudaron, Ofrecieron veinticinco mil sueldos. Don Alonso, que comprendió que no tenían más, lo admitió e hizo firmar al caudillo la renuncia a volver a atacarles, que plasmó por escrito. La muerte sería la consecuencia de incumplir su promesa.
Fueron liberados los presos y regresaron a su patria.