XXIII
Tomó don Hernando el caballo y partió al galope, a su mayor velocidad. Cuanto más avanzara y se acercase a Uclés, antes conseguiría llegar al primero de sus destinos.
Sobre mediodía, ya en Castilla, arribó cerca del Castillo de Montealegre, del que era señor don Miguel Ruiz de Tragacete, alcaide mayor de Villena y mano derecha de don Juan Pacheco, el marqués y consejero del rey Enrique, por lo que trataría de averiguar dónde estaba el rey alojado en esos momentos que, dada la itinerancia de la Corte, nunca se sabía —con precisión— su residencia.
Sobre lo alto de la montaña, estaba edificado el castillo, de doble recinto. Aún se notaba la destrucción del incendio que llevaron a cabo las huestes del rey don Pedro el Cruel, especialmente en la puerta principal, cuando estuvo en guerra con su hermano don Enrique de Trastámara, que resultaría a la postre vencedor. Estaba reparada de fortuna y, las torres-puertas, inservibles. Para colmo, una de las correrías de moros, había dañado la estructura cuando, en 1447, los granadinos se llegaron hasta la zona.
De hecho, Ruiz de Tragacete estaba construyendo un palacio extramuros, a fin de que reuniera las comodidades adecuadas a su alcurnia. Estaba bastante avanzado y ya se podía habitar el ala de Levante.
Así que, al llegar, se dirigió al cuerpo de guardia, que estaba en un edificio contiguo a la puerta de la fortaleza. Se presentó a él y se identificó. Fue un error. Inmediatamente fue detenido.
Estaba entre los caballeros buscados por el rey. En realidad, estaba puesto en búsqueda por don Juan Pacheco, pero como si fuese el rey. Se dio cuenta que había cometido un grave error.
—Don Hernando de Espinosa, en el nombre del rey, daos preso —le dijo el jefe de la guardia.
Entregó la espada. Era inútil el resistirse.
Estuvo unas horas encerrado en las mazmorras, hasta que uno de sus carceleros le fue a buscar.
—Acompañadme, don Hernando —dijo el guardián.
Le llevaron ante Ruiz de Tragacete. Era su palacio de proporciones rectas, muy castellanas, aunque aún estaba sin terminar de construir. Le hicieron entrar en un salón grande. El fuego parpadeaba en la chimenea situada en el centro de la pared de la izquierda, según se entraba en ella y al fondo, don Miguel estaba sentado en un sillón que aparentaba ser muy cómodo. Estaba leyendo unos documentos. Los dejó sobre el escritorio y se dirigió a Espinosa.
De riguroso negro, vestía don Miguel jubón y calzas de ese color y un bonete también negro.
—Me alegra conocerle, Don Hernando —dijo el anfitrión. Disculpad que se os detuviese, pero os encontráis entre los hombres más buscados del reino, aunque no por vos, sino por don Alonso Fajardo.
—Ya lo supuse —afirmó Espinosa, lacónicamente.
—¿Qué os trae a los estados de Villena? —preguntó don Miguel.
—Cambiar el caballo, solamente. Lleva cabalgando desde ayer mañana y debe estar agotado. Así que decidí detenerme aquí, para cambiarlo por otro que estuviese fresco —indicó.
—Y ¿adónde vais?
—A Uclés, a hablar con el obispo de la Orden y entregarle una carta y, luego, a ver al rey, allí donde esté.
—¿Al rey? No os lo permitirán ni sus nobles, ni su guardia. Estáis siendo buscado, no lo olvidéis, precisamente para poneos a disposición del rey —le indicó el de Tragacete.
—Llevo a ambos, sendos correos de don Alonso Fajardo. El nombramiento de correo real porto, con el sello del rey. Hasta que cumpla mi misión, al menos, debo de ser respetado y aún auxiliado si fuese menester —agregó don Hernando, alcanzando a don Miguel el escrito que le acreditaba.
Leyó don Miguel el documento. Se lo devolvió afirmando con la cabeza.
—Así es —dijo. Son las leyes de Castilla. Sois libre de cumplir vuestras misiones.
—Pues, es probable que mi caballo esté ya descansado. De no estarlo, os ruego que me lo permitáis cambiar —solicitó don Hernando.
—Como gustéis. Que tengáis buen viaje —se despidió don Miguel.
No quiso cambiar el caballo don Hernando. Supuso que, si de vuelta, regresaba a por él y no tenía éxito su misión, sería detenido y esta vez sin opciones de excusa. Así que partió, con algo de comida en el talego, hacia Uclés.
Salvo una corta parada para que abrevase el jamelgo y comer algo de cecina, no se detuvo Espinosa. Llegó a la caput ordinis cayendo la noche. Como caballero santiaguista se dirigió a la fortaleza monasterio sede de la orden y solicitó alojamiento, que le fue enseguida otorgado.
Era el monasterio un enmarañado conjunto de edificios que se habían ido construyendo conforme las necesidades lo exigían. Le alojaron en el ala norte, la más utilizada para dar albergue a los caballeros de la Orden que, como don Hernando de Espinosa, iban de paso.
Fue hasta la iglesia de Santiago (antes de Santa María) y rezó las vísperas. Luego. se dirigió al refectorio a tomar algo de cena. El rigor monástico se seguía con rigidez en el que era el lugar a donde miraban todas las encomiendas de la Orden. Como consecuencia, se guardaba silencio durante las comidas, en las que se leían textos por el lectorem mensa.
Tras la cena, fueron todos en procesión de nuevo a la Iglesia, a rezar las completas, antes de retirarse a sus celdas.
Ofició el Obispo-prior, como era habitual. Se le veía muy envejecido. Encorvado, su corta estatura le hacía aparentar aún más edad que le correspondía.
—Gloria Patri, et Filio, et Spiritui sancto. Sicut erat in principio, et nunc, et Semper et in saecula saeculorum, Amen —comenzó los rezos el prelado y el resto de los freires y caballeros le replicaron.
Siguieron el ritual hasta que, con la antífona a Nuestra Señora, el prior finalizaba la hora litúrgica.
Don Hernando se acercó hasta la sacristía. Bien iluminada, en ella se encontraba el Obispo-prior desvistiéndose, junto a otros freires sacerdotes y acólitos. Se acercó hasta él y le besó el anillo episcopal.
—Eminencia reverendísima —le dijo Espinosa—, os trago carta de don Alonso Fajardo.
Tomó en sus manos la misiva, se acercó al candelabro que estaba en la mesa calicera de mármol del centro de la estancia, la desprecintó y leyó para sí. Luego meditó unos minutos y le contestó a don Hernando diciéndole que «haremos lo que don Alonso solicita en esta carta, respecto de todos los caballeros implicados. Os perdonamos y no consideramos otra cosa que habéis sido fieles seguidores de la Regla de la Orden».
—Mañana os facilitaré por escrito mi decisión. Ahora vayamos a descansar —finalizó de decir el Obispo-prior.
Volvió a besar el anillo pastoral y, saliendo sin dar la espalda, el caballero Espinosa se marchó satisfecho. La primera misión estaba cumplida, retirándose a descansar.
Al día siguiente, oyó misa y, al finalizar, volvió a entrar en la sacristía.
—Aguardad fuera, señor espinosa le dijo el Obispo-prior. En unos minutos escribo vuestra carta otorgando perdón a todos los caballeros de la partida de don Alonso.
Esperó un buen rato hasta que le avisó un freire para que regresase a la sacristía. Besó el anillo de la mano diestra del prelado, de rodillas. Le levantó el Obispo-prior y le entregó un pliego enrollado, sellado y lacrado.
Tomad, don Hernando. Comunicad el perdón a todos los caballeros e is con Dios.
—Una cosa más eminencia...
—Decidme...
—¿Dónde puedo localizar al rey?
—Si no ha partido en los últimos días, está en Toledo, donde pasará la Natividad de Nuestro Señor.
—Gracias, Eminencia.
El obispo-prior le bendijo y don Hernando de Espinosa, satisfecho por el resultado de su misión, marchó.
(Continuará...)
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