XXVIII
Don Hernando de Espinosa había llegado a Toledo al día siguiente de partir de Uclés. Hizo fonda las vísperas en la casa convento de la orden de Santiago de Ocaña, a cuya altura del trayecto le comenzó a caer la noche.
Era su casa maestral muy amplia, con tres alturas y una troje, en la que se depositaba los productos del tercio, como harina, aceite, vino…
Recién terminada de construir, en la planta baja, estaban las caballerizas, así como las cocinas, el refectorio y las dependencias de gestión y la capilla. En la primera planta estaban las celdas de los caballeros y freires.
En una de ellas se hospedó don Hernando, quien tomó un reconfortante caldo de puerros y nabos, con zanahorias, antes de ir a la capilla a rezar las completas. Tras su rezo, fue hasta su celda, donde pasó buena noche. Había algún caballero más acogido a hospedaje. Apenas cruzaron palabra entre ellos.
Con anterioridad, fue recibido por el administrador de la Orden.
—Bienvenido seáis, don Hernando. Estáis en vuestra casa —le dijo don Bartolomé.
Era un hombre excesivamente cenceño. Dijérase que parecía un bastidor humano con piel. Sus manos huesudas, y su nariz afilada con pómulos pronunciados y los ojos hundidos en sus cuencas, resultaban inquietantes. Denotaba mala salud. Iba vestido con el hábito de Santiago sin capa y ceñido con un cíngulo, lo que le hacía aún más flaco, si cabe. No aparentaba los cuarenta años que tenía. Parecía ser mucho más viejo.
—Os estoy muy agradecido —respondió Espinosa.
—¿Y a qué debemos el gran honor de vuestra visita? —preguntó, sin tapujos, el delegado del comendador.
—Voy a Toledo a ver al rey don Enrique. Tengo el encargo de Don Alonso Fajardo “El Bravo” de llevarle un correo —contestó Espinosa, también sin rodeos.
—¿Don Alonso ”El Bravo”? —replicó el administrador. Mal asunto. Es el hombre más buscado en el reino. Junto con vos y otros.
—El Obispo-prior, nos ha perdonado a todos los caballeros de la hueste de don Alfonso. Mas de doscientos cuarenta. Y el correo que llevo es una súplica para que nos sea otorgado el perdón real —contestó Espinosa.
—Espero que os lo otorgue. Por nuestra parte, como correo y como caballero de la Orden, no os ponemos impedimento alguno para que cumpláis con vuestra misión. Y os deseamos que la alcancéis —contestó don Bartolomé. Vayamos al refectorio a tomar algo. A ver qué nos ha preparado esta noche el cocinero.
A primera hora de la mañana, tras oír misa y desayunar, partió don Hernando, que llegó a Toledo después del mediodía.
Accedió a la ciudad por el Norte, por la Puerta de Bisagra, una vez rodeado el Torno del Tajo, que era administrada por la Orden y los caballeros de Santiago estaban libres del portazgo. Se dirigió hacia el Hospital de Santiago, un impresionante edificio que se comenzó a construir en 1175 sobre la casa del Maestre D. Pedro Fernández de Fuente Almejar, junto con un solar cedido por el rey Alfonso VIII. Estaba destinado a la curación de caballeros y sirvientes heridos en las batallas contra las tropas islámicas y a albergue de los santiaguistas que pernoctaban en Toledo.
Los dormitorios de enfermos estaban en la planta baja, junto a las cocinas y comedor. En la primera planta se encontraban las celdas de los hospedados.
El hermano-portero llamó a un sirviente, que se hizo cargo del caballo de don Hernando y le acompañó hasta la alcoba que le había correspondido en la planta superior. Un amplio camastro, un tablero con dos sillas, un aguamanil y algunos paños para secarse, era todo el ajuar de aquella celda. Sobre la mesa un jarro con agua y un tazón de barro, lo completaban.
—Acomodaos y aguardad a que venga el comendador, don Hernando —le dijo el hermano-portero.
Afirmó Espinosa con la cabeza y el doméstico salió, cerrando la puerta. Se despojó de las prendas militares que puso sobre una de las sillas. Apoyó la espada en la pared y guardó los correos en el único cajón que disponía la mesa. Se sentó sobre la cama y esperó…
Transcurrido un rato, oyó unos pasos en el corredor y el golpeo con los nudillos de la puerta.
—¡Adelante! —Gritó Espinosa.
Entró el comendador en la estancia. Era un hombre corpulento, con barba, de unos cuarenta años.
—Don Hernando de Espinosa: en nombre del rey os confino en estos aposentos hasta nueva orden. Sólo podréis llegaos a las letrinas cercanas de esta planta y se os traerán las comidas a esta celda. Permitidme vuestros despachos y la daga y espada —dijo con voz gruesa, de timbre bajo, que retumbó en la celda.
—Mas…, tengo las credenciales de correo real. Estoy protegido por las leyes de Castilla —alegó Espinosa.
—Es orden directa del rey. Al fin y al cabo, ya habéis llegado a vuestro destino. Permaneceréis aquí, hasta que el rey os reciba —concluyó el comendador.
Tomó los correos, el puñal que le ofreció don Hernando y la espada y salió de la habitación, sin dar más explicaciones. El caballero quedó afligido y preocupado por su suerte.
Casi quince días estuvo Espinosa sin tener noticias del rey. Todas las fiestas navideñas. Mantuvo con buen talante su confinamiento que, muy riguroso al principio, fue relajándose con el paso de los días, de tal modo que podía salir de la celda con cierta libertad, para ir a la capilla, por ejemplo, siempre que no saliese del edificio del Hospital. Eso hizo que la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo la celebrase con el resto de los caballeros y freires de la Orden, agradablemente.
Después de la Epifanía, llegó el comendador hasta su celda. Era media tarde
—¡Ave María! Buenas tardes, don Hernando.
—¡Gratia plena!
—Ha venido un sirviente real. Os recibirá el rey mañana después de la hora Sexta. Se os escoltará hasta el Alcázar. Estad preparados —se limitó a decir escuetamente.
Era el comendador, sin duda, hombre de pocas palabras. Y más, como era el caso, cuando tan incómoda le parecía aquella situación, en el que había recluido a un caballero libre. Mas era la voluntad del rey.
—Una cosa más: os recibirá el rey junto con Beltrán de la Cueva y Mercado, que va a ser nuestro maestre provisional. Os recomiendo que os ganéis su confianza. Está enfrentado al Marqués de Villena y es, actualmente, el verdadero privado del rey —le aconsejó el comendador.
García Álvarez de Toledo y Carrillo de Toledo, del consejo de los trece, estaba considerado como una de las personas más importantes y con mayor opinión en la Orden de Santiago. Era hijo de Fernando Álvarez de Toledo y Sarmiento, I conde de Alba de Tormes, que estuvo en prisión por orden de Juan II, hasta que el rey Enrique IV lo liberó, y de Mencía Carrillo de Toledo. Padre e hijo destacaron en el cerco de Alcalá la Real y otras campañas. El rey le tenía en muy alta consideración. Convenía hacer caso de sus consejos.
Tres cuartos de hora antes de la prevista para la cita real, cuatro guardias y un oficial, llegaron hasta el Hospital de Santiago. Don Hernando estaba preparado y vestido con su hábito y capa de Santiago, recién lavadas para la ocasión y puesto de cota y borceguíes limpios. Le fue entregada por don García el puñal y la espada que le había retirado y que dispuso en su cinto, un arma a cada costado.
Bajo escolta, comenzó a subir las empinadas cuestas que separaban el edificio del Hospital de Santiago del Alcázar, en lo más alto de la ciudad.
Dividido en dos partes diferenciadas, el Alcázar estaba reconstruido sobre la alcazaba musulmana. A un lado, las dependencias militares y caballerizas. Y, al otro costado, ocupando menos espacio, la zona palaciega, con las dependencias reales.
Tras ser anunciado, don Hernando entró en el Salón del Trono. Una amplia estancia, que permanecía casi igual desde que la dispusiera el rey Alfonso el Sabio. Con pinturas conmemorativas de hazañas bélicas a ambos lados. Ocupaba una importante superficie de veinte por diez varas castellanas. El rey se encontraba sentado sobre un promontorio de tres escalones, en su centro al fondo. A su derecha, en pie, se encontraba Beltrán de la Cueva y Mercado.
Vestía el rey, sayón rojo y esclavina azul marino, con ribetes dorados en el cuello y un crucifijo pendía de su cuello. Provisto de la corona, tenía adoptaba una posición solemne, sin duda, estudiada. Beltrán vestía el hábito de Santiago, con capa, blanco y austero. Otros consejeros y miembros de la corte estaban en la sala.
Espinosa entró altivamente y se postró ante el rey.
—Poneos en pie, don Hernando —le ordenó don Enrique. Hemos estudiado la petición de don Alonso que portabais —prosiguió— y hemos decidido otorgar el perdón a todos los caballeros que en el mismo se relacionan, con tal de que nos mantengan fidelidad.
Le entregó a don Hernando el escrito que contenía la amnistía para más de doscientos cuarenta caballeros, lo más granado de la nobleza murciana, así como el perdón del Obispo-prior.
—Bien podéis dar las gracias a Beltrán, pues ha considerado oportuno aconsejarme en el sentido adoptado en este documento —concluyó el rey.
Espinosa agradeció a ambos el perdón. Tomó en sus manos el cilindro que lo contenía y se dispuso a marchar.
—Y decidle a don Alonso, del que sabemos por carta de su primo que rindió Caravaca el pasado siete de diciembre y que supongo que lo veréis, que lamentamos su infidelidad, su testarudez y su arrogancia para con Nos. No olvidaremos el daño que nos hizo y le perseguiremos hasta encontrarle y hacer justicia.
Caminando hacia atrás, sin darle la espalda al rey, salió Don Hernando de Espinosa del Salón del Trono. Misión cumplida.
(Continuará...)
¡Qué buenas descripciones, geográficas, paisajistas... y de los personajes, especialmente del comendador.
ResponderEliminarCorrijo "Paisajísticas".
ResponderEliminarUn auténtico "juglar"... con muy poca imaginación, te encuentras observando la escena en el lugar descrito. Me encanta!
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