XXVII
El hijo de don Alonso, Yáñez Fajardo, no se había hecho vasallo del rey de Aragón. Mientras pudiese, quería seguir siendo castellano y rindiendo pleitesía a su rey Enrique, pues contra él nada tenía el monarca ni sus consejeros. No se sabía cuánto viviría este rey y la suerte podría cambiar para su linaje Fajardo.
Durante su estancia en Benidorm, aprovechó para conocer más sobre la vida de su abuelo, don Martín Fernán Piñero, el caballero del «brazo arremangado». Aprovechaba para preguntarle a su padre y, sobre todo, a su madre, sobre el que fue alcaide de Lorca.
—Contadme, doña María, qué sabéis de la batalla del Puerto del Conejo —le preguntó Yáñez a su madre, mientras almorzaban.
—Debió ser en el año de Nuestro Señor de 1434. Estaba yo recién casada con vuestro padre —respondió. Supo tu abuelo que los moros habían hecho daño por Calasparra. Tomando muchos rehenes y apresando numerosas cabezas de ganado. Avisó a los caballeros de Caravaca, con su comendador Garci López de Cárdenas a la cabeza, para que se le unieran y pudo juntar unos trescientos entre caballeros e infantes
—El enemigo era superior en número. Trescientos de a caballo y quinientos de a pie. Y traía la moral muy alta como consecuencia de sus importantes y exitosas algaradas —afirmó don Alonso. Pero el capitán Martín supo salir al paso del ejército moro, con igual o más moral. Lo interceptaron y se inició un feroz combate.
—Luego, el moratallero don Francisco Morales, vio al cabecilla moro entre la batalla y se fue a por él —continuó don Alonso. Le atacó en balde, pues su armadura encajó el golpe. Devolvió el sarraceno el ataque, alcanzado y descabalgando a Morales. Pero éste, se rehízo y clavó su lanza en el cuerpo del moro que, malherido, quedó a la merced de la voluntad del caballo que se desbocó y, partió al galope sin control hasta que se despeñó unos cientos de varas más allá, muriendo ambos.
—El capitán don Martín, vuestro abuelo, aprovechó la ocasión para organizar a los suyos y atacar sin cuartel al enemigo, hasta ponerles en desbandada, recuperando al ganado y a los rehenes que habían capturado —dijo doña María.
—Fue una gran victoria. Don Francisco Morales, falleció a resultas de las heridas dos días después. Fue enterrado en el lugar de la batalla, con todos los honores militares, bajo una gran cruz que señalaba su tumba. De ahí que, desde entonces, se denomine a aquel lugar, como Cañada de la Cruz —concluyó don Alonso.
—¡Increíble! —exclamó Gonzalo. Esto ha de plasmarse por escrito, para perpetuarlo, Es digno de encomio-
No sorprendió que Gonzalo se sintiese boquiabierto por la narración de la batalla pues, al no recordar nada de su historia anterior, todo le podría parecer asombroso.
—Si os sorprendéis con esta historia, qué no haréis con la batalla de los Cabalgadores —comentó doña María.
—¿Sí? ¡Contad, por favor! —replicó Gonzalo.
—La fama de invicto de don Martín era tal, que llegó hasta Cabilia, en el África del norte —dijo don Alonso. El rey de Bugía, Ebn-Rahb, supo de las hazañas del caballero del «brazo arremangado», como se había hecho conocer dada su forma de entrar a combate.
—De modo que el caudillo musulmán, hacia el año de Nuestro Señor de 1446, se embarcó y llegó hasta Vera, donde fue muy bien recibido. Puso en conocimiento de sus intenciones a las autoridades locales, que no eran otras que el vencer al Alcaide de Lorca en batalla —prosiguió— y, aunque se le ofrecieron muchos de a caballo y de a pie, al final se contentó con un importante grupo de guerra de 500 caballos y 600 peones.
Hizo una pausa Fajardo, bebió un poco de vino para aclarar la garganta y continuó: «se adentró el moro con sus hombres de a caballo por la llanura hasta legua y media, más o menos de la ciudad. Al tiempo, los de a pie fueron hacia los pies de la Sierra de Béjar, para que permanecieran allí escondidos. Y, mandó heraldos a Piñero, retándolo al combate».
Gonzalo consideraba apasionante aquellas narraciones. Estaba verdaderamente encantado de encontrarse ante la hija, el yerno y el nieto de don Martín. Se consideró, dentro de su extraña situación, un hombre de suerte. Poder recibir aquella información de testigos tan cualificados, era algo memorable.
El capitán don Martín Fernán Piñero, convocó a los caballeros a golpe de campana, como era habitual en tales casos. Se reunieron en la Plaza de Armas del Castillo lorquino. Una inexpugnable fortaleza que, sobre la base de la alcazaba musulmana, había hecho reconstruir Alfonso X, tras su conquista, reforzando la construcción con las torres del Espolón, la de Guillén Pérez del Pina y la del homenaje o Alfonsina.
—Pudo reunir don Martín algo más de cien caballeros y cuatrocientos infantes. Se puso al frente de ellos y fue en busca del arrogante Ebn-Rahb. Dispuso que los peones se apostaran cerca de Nogalte, para lo que fueron por la Sierra del Caño y Peñarrubia y él con sus caballeros, marcharon hacia la llanura donde estaban los moros, cerca de un aljibe conocido como de los Cabalgadores —comentó don Alonso.
—Recelaron los caballeros cristianos al ver que eran muy inferiores en número a los moros y meditaron el evitar el enfrentamiento y esperar refuerzos —contó doña María, que narraba los detalles de la historia tal como se la había oído decir a su padre. Mas, don Martín, arremetió con tal ímpetu y arrojo contra el enemigo, que le siguió sin titubear su hueste.
—Buscó el capitán al caudillo moro, al que vio tras una de las líneas. para enfrentarse a él cuerpo a cuerpo, en combate singular —prosiguió don Alonso. Descuidó la defensa mi suegro y recibió un golpe de alfanje en la pierna. Ello hizo que se sintiera henchido de furia y, cubriendo con la adarga su flanco izquierdo, atravesó con su lanza. al caudillo moro y a su caballo, cayendo muertos los dos.
—Los de Vera, al contemplar la escena aterrorizados, pusieron pies en polvorosa, huyendo delante de los caballeros cristianos. Mientras, lo infantes, había acorralado a los sarracenos de a pie, tomándolos desprevenidos, a los que, igualmente hicieron mucho daño. Así ganaba la fama bien merecida mi querido padre, que de la Gloria disfrute —terminó doña María.
—¡Es impresionante! —exclamó Gonzalo. Verdaderamente magnífico.
Y, realmente lo era. Pero aquellos caballeros, dados a la guerra e invictos en batalla, no lo consideraban tan extraordinario. Era destacable, ciertamente. Pero, no para sentirse tan entusiasmado como se mostraba Gonzalo. Sin duda, su desmemoria le hacía percibir con mayor viveza aquellas hazañas.
Aquellos años tan sangrientos de nuestra historia, por el tiempo pasado y por tu pluma, adquieren tintes épico/poéticos...
ResponderEliminarNo creo que ninguna guerra posterior pueda teñirse nunca con tintes que suavicen las tragedias de los contendientes.
Recuerdo la famosa serie de comic, "El guerrero del antifaz", que mostraba también de manera tan atractiva todas aquellas gestas que al final eran guerras sangrientas.
ResponderEliminarPues como a Don Gonzalo a mí me entusiasma como relatas tales acontecimientos Gregorio Piñero.
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