XXXI
A primera hora de la tarde llegó la mala noticia desde Murcia: el fallecimiento de don Juan de Soto, hermano de Isabel de Soto, esposa de don Diego Fajardo. El gran compañero en las campañas de don Alonso. El señor de Benidorm, había dejado este mundo. Fajardo encajó con dolor la noticia. Se fue a ver al sacerdote para encargar unos funerales dignos.
—Ha fallecido don Juan de soto, reverendo padre. Os encargamos sus funerales. Informaré a don Diego en Polop, si es que aún no lo sabe —le dijo don Alonso al sacerdote.
—Descanse en paz. Haré los preparativos. ¿Cuándo deseáis que se celebren?
—El próximo viernes, si a don Diego le place. Será la primera de las treinta a celebrar, según la regla gregoriana.
—Muy bien —contestó el sacerdote. Lo tendré todo dispuesto.
Iba a partir don Alonso a Polop para informar a don Diego, cuando llegó un mensajero con la noticia. Pues ya la conocía, no había lugar el ir. Sólo concretar la fecha del funeral.
—Gracias, ya lo conocíamos. Decidle a don Diego que pensamos celebrar una misa de réquiem el próximo viernes, si le acomoda —comentó don Alonso.
La noticia abatió mucho a don Alonso. Don Juan era su camarada del alma, que siempre le apoyó ante toda adversidad.
Cuando portó la carta que le envió al rey mientras estaba desesperado en Caravaca, representó la personificación de la esperanza para don Alonso. Compañero en muchas batallas, lances y pendencias. Regidor vitalicio desde 1454 de la ciudad de Murcia, había sido su gran mentor ante la corte, desde que el rey Enrique IV mandó hacerle guerra en 1457.
En señal de los lutos, se dispusieron reposteros con lazadas negras en la Torre del Homenaje y en las ventanas de la fachada principal de la iglesia.
Llegado el día, don Diego Fajardo y su esposa doña Isabel de Soto, se situaron en el lado del Evangelio, presidiendo el acto. Don Alonso y demás caballeros y escuderos, ocuparon los primeros bancos.
El párroco, revestido con la pluvial dorada de tonos negros, se acompañaba de más sacerdotes y acólitos. Los monaguillos extendían incienso en la nave del templo. Se desprendió el sacerdote de la lacerna y dejó ver su espléndida casulla, también dorada y negra, también regalo de don Juan de Soto.
La Santa Madre Iglesia prohibía llorar por un difunto. Consideraba que era un tránsito a la eternidad y solo se le podía ayudar con la oración.
—«Commixtio salis et aquae pariter fiat in nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti» —bendijo el agua el sacerdote que contenía un poco de sal y la roció tres veces sobre el altar, antes de comenzar la Misa. Y continuó diciendo «in nómine Patris, et Fílii, et Spíritus Sancti. Amen. Introíbo ad altáre Dei. Kyrie, eleison; Christe, eleison; Kyrie, eleison. Adjutórium nostrum in nómine Dómini…»
Continuo la misa, hasta que antes de la homilía, se levantó don Alonso para llevar a cabo el elogio del difunto.
Doña Isabel, contuvo como pudo las lágrimas al oír la descripción que hizo de su hermano y sus alabanzas le recordaron su bonhomía.
—Fue un gran guerrero. Buen caballero y mejor amigo. Nos fuimos ayudado siempre que le requerimos, sin exigir nada, sin demandar nada. Temeroso siempre de dios, cumplió con los mandamientos de la Santa Madre Iglesia. Fue, verdaderamente, un santo varón. Dios le acoja en la gloria eterna —terminó don Alonso, después de recordar la vida de don Juan de Soto.
A continuación de la celebración de la misa, se celebró un banquete en honor del finado en casa de don Alonso, como era costumbre entre los nobles.
—Don Alonso, os encargo provisionalmente de Benidorm —le dijo don Diego. Al menos hasta que el rey disponga.
—Os estoy muy agradecido, don Diego. El rey hará lo que vos le propongáis cono barón de Polop —le respondió don Alonso.
—Él tiene la última palabra —concluyó el barón.
´Continuaron charlando de todo un poco. En una de ellas reparó don Diego en Gonzalo.
—¿Ha prosperado Gonzalo? ¿Ha conseguido recordar algo? —preguntó.
—Sigue igual —respondió don Alonso. Al parecer, hace varios días que estuvo en Caravaca y oró ante la Santa Cruz y, al besarla, tuvo la impresión de que ya lo había realizado antes. Pero no recuerda cuándo.
—Tiene bastante confianza con doña Jerónima, según observo —afirmó el barón.
—Eso parece. Excesiva, al parecer. Hablaré con él, para que se muestre en público con más prudencia. Desconozco si se han enamorado, pero deben recatarse y disimular —dejo don Alonso.
Efectivamente, Gonzalo trataba a doña Jimena con un alto grado de familiaridad. Más allá, incluso, que les correspondería por matrimonio. Gonzalo era en esto, y en otras ocasiones, muy poco ortodoxo y desbordaba los usos sociales.
—Don Gonzalo, haced el favor de venid —le llamó don Alonso al término del banquete. Hemos visto la extrema confianza con que dais trato a doña Jimena. No nos parece adecuado que le toméis por la cintura y otros gestos propios de la intimidad. Os ruego que rectifiquéis vuestra conducta y os comportéis adecuadamente. ´
No entendía Gonzalo que aquellos gestos inocentes que tenía para con doña Jimena, hubiesen llamado tanto la atención de don Alonso. No obstante, prometió no volver a hacerlos.
—No volverá a suceder, don Alonso. Pero quiero que sepáis que nos amamos. Desearíamos contraer matrimonio, si nos dais vuestra bendición —contestó Gonzalo.
Y se precipitaron los acontecimientos, Unos días después doña Jimena informó a Gonzalo que, del fruto de sus apasionadas noches, estaba embarazada.
—Vais a ser padre, Gonzalo. Me encuentro en estado de buena esperanza. Llevo tres faltas —dijo doña Jimena, después de hacer el amor una noche más.
—¡Qué maravilla! Nos casaremos inmediatamente —le respondió Gonzalo.
Como otras madrugadas, Gonzalo salió sigilosamente de la estancia de doña Jimena, para dirigirse a su dormitorio. En la penumbra vio una sombra. Un bulto que bien podía ser un hombre. Y lo era.
—¿Dónde vais? O mejor dicho ¿de dónde venís? —le conminó don Alonso que, sospechando la relación, había hecho guardia toda la noche, hasta sorprenderle.
—¡Don Alonso! —exclamó sorprendido Gonzalo.
Don Alonso, dio tiro al farol que portaba abriendo la portilla y se iluminó la estancia. Gonzalo bajó la cabeza, sin saber qué hacer.
—Procedéis de la habitación de doña Jimena ¿verdad?
—Así es, don Alonso. Y quería hablar con vos, pues queremos casarnos cuanto antes.
—¿Espera descendencia?
—Así es. Está embarazada.
—Hablaremos después de la misa matinal. Id a descansad —le dijo don Alonso, con tono de orden.
Después de oír misa, don Alonso habló con Gonzalo.
—Permitidme que os diga que sois un insensato, preso en la lujuria. No conocemos nada de vuestra historia. No sabemos quiénes sois. Y pretendéis casaros sin más. ¿Habéis pensado que podíais estarlo ya? —le recriminó don Alonso.
—Cierto que no consigo recordar mi pasado. Pero no es menos cierto que la quiero y deseo que sea mi esposa —le replicó Gonzalo.
—El matrimonio es un contrato, que opera con independencia del amor. Puede haberlo, pero no es necesario. Y, la correcta identificación de las partes es imprescindible —le advirtió. Conocemos la de doña Jimena. Pero ¿y la vuestra? ¿Dónde estáis bautizado?
Gonzalo se marchó muy preocupado. Si no podían casarse, el hijo sería mal considerado, al ser fruto de una relación pecaminosa. «Lo mejor sería irnos a otro lugar donde no nos conocieran y comenzar una nueva vida» —pensó. Según comentaron en la fonda de Castalla, buscaban un matrimonio que se hiciese cargo de las cocinas del castillo. Podían intentarlo.
Lo comentó con doña Jimena, que aceptó la idea con entusiasmo. Hubiese preferido un matrimonio real, pero dadas las circunstancias, lo fingirían. Educarían a su hijo adecuadamente. Sabrían defenderse como cocineros del barón de Castalla.
Y así se lo dijeron a don Alonso.
Quería a doña Jimena como a una hija más. Tuvo que aceptar la realidad.
—Marchad con Dios, doña Jimena. Que tengáis suerte os deseo. Y, recordad que, si nos necesitáis, aquí estaremos —le dijo don Alonso, al despedirle. E id también con Dios, Gonzalo. No habéis respetado nuestra hospitalidad, pero no os seré rencoroso.
Marcharon con escolta hasta llegar a los dominios del barón de Castalla, donde quedaron a su suerte. Solicitaron ocupar la plaza de cocinero y le fue dada, comenzando aquella misma tarde a preparar la cena.
Desarrollaron tan bien su cometido que, al mes, era nombrado Gonzalo mayordomo del barón. Eran felices y todo les sonreía.
(Continuará...)
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