XXXIII
Al cabo, Rigoberto, se decidió hablar con Leví sobre los planes de futuro que tenía para su hija, pidiéndole su consentimiento.
—Señor Leví, desearía hablar con vos —le dijo el escudero, abordándolo en el atrio de su casa.
—Decidme, joven.
—Vuestra hija Raquel y yo, estamos enamorados y pretendemos contraer matrimonio. Mas, tenemos el impedimento de nuestras distintas confesiones, pues no creo que nos dispensen un matrimonio de mixta religión —expuso el joven.
—No me sorprendéis, Rigoberto. Hace tiempo que lo sé por vuestras conductas. Y no me opongo a él. Mas, yo tampoco creo que os den dispensa, dadas las circunstancias actuales de los cristianos para con los judíos —le contestó Leví.
—¿Consentiríais que se convirtiera a la fe de la Santa Madre Iglesia? —preguntó el joven.
—No daré mi consentimiento, pues ello sería ir en contra de mis propias convicciones y mi condena —aseveró el galeno. Pero, como padre, no podré oponerme a lo que decida mi hija pues, aunque las leyes me amparen, no quiero yo ser motivo de su infelicidad.
—Muchas gracias, señor Leví —contestó el escudero, mientras llamaba a gritos a Raquel para que saliese de su casa y contarle tan buena noticia.
Después fue a ver a don Alonso. Le contó las noticias.
—¡Enhorabuena, Rigoberto! Me alegro mucho por vos —le dijo Fajardo.
—Y he de pediros dos favores, don Alonso. Uno, que me gustaría que fuesen doña María y vos los padrinos de velación de nuestra boda.
—Dadlo por hecho ¿Y el otro?
—Que, antes de mi matrimonio, me arméis caballero.
—Os investiré, Rigoberto. Os lo prometí y os lo merecéis.
Comenzaron los preparativos para el acto más solemne de la caballería. Recordó don Alonso cuando fue armado caballero por su suegro en las proximidades del castillo de Xiquena en 1445, durante los últimos días de su asedio.
Era una fortaleza impresionante en la que, adaptada a las características del cerro en el que se alzaba, cortada a plomo sobre el río Corneros en su viento Sur, se levantaba la impresionante Torre del Homenaje, de más de catorce metros de altura sobre la rasante. Desde ambas, se veía el castillo de Trieza, pudiéndose comunicar con señales.
Evocó la ceremonia. Fue vestido con el hábito de Santiago, después de haber pasado un año de formación en Uclés como novicio. Se le revistió con la armadura de combate y se le puso la capa sobre los hombros, con la Cruz de Santiago en rojo, en el hombro izquierdo. La brigantina no superaba la arroba de peso, lo que le hacía moverse con más flexibilidad que las antiguas armaduras, de al menos dos arrobas.
Al caer la noche de vísperas, fue hasta la capilla de campaña, donde le recibió el rector de la Orden de Santiago, revestido con los hábitos de misa. En un reclinatorio situado frente al Sagrario, se arrodilló para ser confesado. El sacerdote le dio la absolución, comulgó y, desde ese momento, comenzó sus oraciones y meditaciones, que durarían toda la noche.
Meditó sobre los fundamentos del Código de la Caballería. Ante todo, el valor. No entendido como arrogante, sino como luchador contra las injusticias y defensa de la verdad, junto con la voluntad de hacer lo correcto. Luego, había que comprometerse con la defensa de su rey, de su señor y señora, de sus familias. De los desvalidos, huérfanos, viudas y, por supuesto, de la Santa Madre Iglesia. Fe en Dios, a quien debía encomendarse para su buen hacer. Humildad, reconociendo los méritos de los demás, y no los propios. La Justicia, como salvaguardia de la aplicación de las leyes, no tomándola por la propia mano. Generosidad tanto con su hacienda, como con los derrotados. La templanza, de suma importancia, pues ha de comportarse con moderación desde en sus comidas hasta en su administración de los bienes y, por supuesto, en sus apetitos sexuales. Lealtad, a todos a quienes se la juraran o se la ofreciesen recíprocamente. Y, la nobleza de espíritu, que es el fundamento de la cortesía, de la honradez y de la generosidad.
Al amanecer, llegó don Martín Fernán Piñero, magníficamente vestido, dijérase que parecía un duque. Le acompañaban varios caballeros, entre ellos, el estrecho santiaguista Luis de Tarazona, caballero con votos de castidad.
Después de las Laudes, se hicieron que se volviese a asear y descansar hasta la hora Tercia en una cama. Después, el aspirante a caballero regresó al templo de fortuna y volvió a ponerse de hinojos en el mismo sitio, descubierto.
Se situaron al lado del evangelio, y comenzó el rector la Misa de investidura de armas. La capilla y sus alrededores estaba repleta de público.
—Alonso Fajardo de Porcel Rodríguez de Avilés Mexía y Pacheco, liberumne tibi est ut miles iurare? —le preguntó el oficiante.
—Liber sum et iurare volo fidem meam —respondió.
«Sí. Llevaría a cabo la ceremonia de Rigoberto igual que entonces, con los mismos pasos» —pensó.
Rigoberto, veló armas durante toda la noche. Tomó como colores heráldicos el rojo y el blanco y así se hizo las hechuras de su hábito, en cuarteles: rojo a izquierda arriba y derecha abajo; y blanco en sus opuestos. Como armas optó por, en fondo blanco, un nogal en su color, ribeteado en rojo. Recordando a Majarazán.
Después de asearse y descansar, comenzó la ceremonia.
El sacerdote, recordó al postulante las reglas de la caballería. Sus derechos, privilegios y, sobre todo, sus obligaciones, siguiendo las indicaciones que escribió Bernardo de Claraval, mientras Rigoberto permanecía de rodillas y descubierto.
—Ordinem Equitum accipere vis? —preguntó el sacerdote.
Contestó afirmativamente Rigoberto.
Bendijo entonces la espada que estaba en el altar:
«Escuchad, oh, Señor, nuestras oraciones, y dígnate bendecir con tu mano majestuosa la espada con la que vuestro servidor desea ser ceñido, para que pueda ser defensor de la iglesia, viudas, huérfanos y todos los siervos de Dios, frente a las sevicias de los paganos y herejes, y que cause terror y consternación a quienes traman insidias, para que le permitas efectuar ataques ecuánimes y justas defensas. Por Jesucristo Nuestro Señor».
Le entregó entonces la espada, que blandió al frente y a ambos costados, implorando que sus actos estén guiados por la Santísima Trinidad.
Se la dio, después, Rigoberto a don Alonso, que vestía el níveo hábito de Santiago, con su capa. La cogió entre sus manos y la introdujo en la vaina del talabarte.
—¿Juráis no dudar en morir por la fe cristiana, por vuestro rey, por vuestro señor y por su tierra? —le preguntó don Alonso.
—Lo juro —contestó el aspirante a caballero, que se puso en pie y alzó los brazos.
—In hoc signo, dignitatem equestrem obtin, don Rigoberto de Majarazán —pronunció con vos fuerte don Alonso, mientras le ceñía la espada a la cintura.
Don Hernando de Espinosa y don Diego Tudela, le calzaron las espuelas doradas. Luego, Rigoberto, le entregó la espada por la empuñadura y don Alonso procedió a darle el espaldarazo, golpeándole con la hoja plana de la espada alternativamente, en los dos hombros, mientras pronunciaba: «in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti, et Sancti Jacobi».
Y llegó el momento más conmovedor: el del ósculo. Le regresó la espada a don Rigoberto, que la introdujo en la vaina y don Alonso lo besó en los labios y abrazó emocionado.
—Ya sois caballero.
(Continuará...)
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