EPÍLOGO
XXXVI
—¡Vuelve a tener actividad cerebral! —exclamó una de las enfermeras de servicio de la Unidad de Cuidados Intensivos.
Sorprendentemente, el enfermo volvía a dar señal en el encefalograma, hasta ese momento, plano.
Avisó al médico de servicio. Lo examinó y, efectivamente, estaba reaccionando.
Cuando abrió los ojos, vio muy cerca de él el rostro de una mujer, que le era muy familiar.
—Doña Jimena..., doña Jimena —susurró.
—Soy Magda, tu esposa —le dijo la mujer. ¿No me reconoces?
El enfermo, apenas podía enfocar bien la mirada, Había estado casi un año en coma, internado en la UCI. Todos esperaban que muriese.
Al día siguiente fue desentubado, dado de alta de la UCI y pasó a planta, donde tres días después, una vez comprobado que toleraba el alimento sólido y regía su intestino, fue dado de alta hospitalaria.
«Un verdadero milagro para el que la ciencia no tiene explicación» le dijo a su esposa uno de los médicos.
Había perdido mucha masa muscular y comenzó a recibir tratamiento de rehabilitación. Al principio en la propia casa, sita cerca de la famosa Explanada alicantina. Más tarde, desplazándose a un centro cercano.
Le había explicado su esposa que le rescató el pesquero San Lucas, después de haber abordado a su pequeña embarcación mientras practicaba la pesca deportiva en aguas cercanas a Tabarca.
—Carlos, voy a regresar a mis clases en la Universidad. Ya no me necesitas tan intensamente como estos días atrás —la informó Magda, que era profesora de Filosofía del Derecho en la Facultad de Alicante.
—Muy bien, Jimena, digo Magda —contestó el enfermo, cada vez más recuperado.
—¿Quién es Jimena? —le preguntó.
—Jimena eres tú. Bueno eres igual que ella y es un nombre que no me puedo quitar de la mente. No sé si será fruto de mi imaginación —le contestó.
Unos días después, aprovechando que su esposa tenía clase, tomó un taxi y fue hasta la estación de autobuses. Averiguó el horario de viajes a Castalla.
Partía uno de ellos a las ocho quince de la mañana y llegaba a las nueve, de la línea a Alcoy. Muy buen horario.
Tres días después, ayudado en un bastón para estar más seguro al andar, en un taxi volvió a la estación a tomar el autobús.
Cuando llegó a Castalla, buscó otro taxi para que le subiese hasta el Castillo. Le llevó gratis uno de los que estaban en la parada. «No es recorrido suficiente. Somos interurbanos. Tomadlo como un favor» le explicó el taxista.
Unos obreros estaban restaurando la fortaleza. Rezó para que no hubiesen hecho obras en las cocinas. Con cierta penosidad y gracias al bastón, pudo acercarse al lugar que buscaba. Escudriñó en una zona y, tras limpiar la pátina de mugre que el paso del tiempo había acumulado, aunque borrosa, encontró la inscripción de la que hizo una fotografía con su teléfono móvil.
Era un corazón dibujado con un punzón y, en su interior, la siguiente inscripción aún legible: Gonzalo y Ximena. 14-IX-1462.
F I N
Qué bonita e inesperada sorpresa final! Una pena que se haya acabado ya el clavo soez.
ResponderEliminarEsperando futuras publicaciones, gracias por compartir tu creativo e interesante trabajo.
Muchísimas gracias, Conchi. Me alegro mucho de que te haya gustado la novela.
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