VIII
Al alba, don Alonso se levantó. Había pasado buena noche. La cama, un cómodo lecho, constaba de amplio dosel para proteger del frío del ambiente, en especial, durante las horas en las que el brasero dejaba de ser atizado y bajaba considerablemente la temperatura de la habitación.
Retiró del centro del lecho su larga espada, que había permanecido durante la noche entre él y su esposa, como estorbo y medida preventiva contra los deseos de la carne. María continuaba dormida.
Después de asearse en el mueble zafero con aguamanil que había en la estancia, vestirse y calzarse los borceguíes, salió a la antesala, donde ya aguardaban Rigoberto y don Lope. Se dirigieron a la capilla de la celoquia a la primera misa del día. En la puerta, aguardaba don Hernando quien, tras el oficio sacro, partiría a entregar los despachos encargados por don Alonso, primero a Uclés y luego, allí donde parara el rey don Enrique. Era su intención estar de regreso antes de la Natividad de Nuestro Señor.
Rigoberto pidió autorización a don Alonso para acompañar una legua a don Hernando. Deseaba conocer los alrededores. Su carácter independiente y el estar acostumbrado a vivir en zona campestre y montañera, sin las limitaciones de espacio de las villas, le incitaban a romper el corsé de las murallas y aquella parecía una buena ocasión para cabalgar extramuros. Don Alonso accedió, recomendándole —eso sí— máxima precaución y que diese razón a la guardia a la salida, para que constase su ausencia temporal. De este modo si tardase mucho en regresar, saldrían a buscarle. Y eso hizo.
Se dirigió don Alonso a la Casa del Gobernador, con quien tenía concertada audiencia. Deseaba entregarle la carta para el rey don Juan y exponerle sus planes de futuro.
—Aquí debemos separarnos, Rigoberto Dijo don Hernando. No os debéis alejar más. Llevad extremo cuidado en vuestro regreso.
El joven asintió y detuvo a la caballería. —Id con Dios, don Hernando.
—Quedad con Él, respondió el caballero. Y espoleó a su jamelgo, marchando en veloz carrera. Trataría de llegar a Novelda antes del anochecer y pasar en su fortaleza la noche.
Rigoberto hizo girar a su caballo y comenzó el regreso a Orihuela con trote pausado. deseaba disfrutar de aquel espacio abierto en una mañana fría, que a la luz del Sol se comenzaba a templar.
Tomó la margen izquierda de la acequia de Escorratell. Gozar de las vistas de su pequeño bosque de ribera vestida del sobrio invierno, distrajo su mente ensoñándose en el futuro. Viéndose caballero y protagonista de gestas en la Cruzada hispana. Ensoñación de la que fue arrancado al oír gritos de auxilio, al otro lado del talud.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Ayuda!
Clavó espuelas a la cabalgadura y en segundos estaba en lo alto de la mota fluvial y pudo ver a dos rufianes tratando de abusar de una joven y a otros dos golpeando a un hombre, junto a una carreta cubierta.
—¡A mi hija! ¡Salvad a mi hija!
—Con gran rapidez, Rigoberto golpeó con el plano de la hoja de su filosa de escudero, en una de las clavículas del asaltante que sujetaba a la moza y que estaba de espaldas, oyéndose el crujido de la fractura ósea y el gemido desgarrado que lanzó el herido que, como pudo, huyó del lugar. El otro de los bribones, miró con cara de asombro y ojos aterrorizados al joven paje, y se dio también a la fuga con veloz carrera.
Sin descabalgarse, Rigoberto se desprendió de su capa y se la entregó a la joven quien cubrió con ella su cuerpo semidesnudo. Dirigió su caballo hacia el hombre que, magullado, trataba de zafarse de sus asaltantes cuando, al percatarse que llegaba hasta allí caballo y escudero, los agresores tomaron carrerilla huyendo en sus cabalgaduras, abandonando las pertenecías que habían intentado afanar.
Desmontó Rigoberto y se llegó hasta padre e hija, que se abrazaban invadidos por el miedo.
—Miles de gracias, señor —le dijo el hombre. Nos habéis salvado vida y honor. Jamás podremos pagar vuestra valentía y decisión al poner en fuga a esos malhechores.
Rigoberto reconoció al hombre al momento. Era el médico judío de Caravaca. Le recordaba de cuando le compuso una pierna fracturada a un soldado concejil, que se había mancado al caer desde la puerta de Torre Jorquera, al resbalar de la escalera de mano.
—¡Rofé Leví! No habéis de darme gracias, pues no he hecho sino lo que cualquier hombre de bien y temeroso de Dios, ha de hacer en estos casos.
—¿Me conocéis? Preguntó asombrado el judío.
—También soy de Caravaca. He venido a estas tierras acompañando a mi señor don Alonso Fajardo, de quien soy escudero.
—¡Don Alonso vivo! ¡Y en tierras valencianas de Aragón! ¡Alabado sea Yahvé!
Rigoberto dirigió su vista con detenimiento a la joven. Tendría unos quince o dieciséis años. De una belleza juvenil fascinante, su rostro destacaba entre sus morenos cabellos y sus ojazos negros. Musitó un agradecimiento y, con timidez, se inclinó. El escudero quedó prendado de su hermosura.
—Subid a vuestro carro y lleguemos hasta Orihuela. Os acompañaré hasta que veáis a don Alonso, quien sin duda os dará amparo.
Durante el trayecto, cabalgando a un costado de la carreta, Rigoberto escuchó al médico, que aplicaba ungüentos en las magulladuras y rasguños que había sufrido Raquel, dándole alivio y evitando que pudieran pustular. Le contó que, desde la toma de Caravaca por don Pedro Fajardo, la situación se hizo imposible para los seguidores de don Alonso. Siendo muchos de ellos caballeros santiaguistas, les dio la opción de marchar de la villa, lo que hicieron en su totalidad. Y, a su amparo y al tiempo de su partida, salieron de la villa otros vecinos, como el propio Leví y su hija.
Decidieron que se encaminarían hasta la Corona de Aragón, en busca de unos familiares de su difunta esposa, para rehacer su vida profesional en Segorbe. El viaje discurría con toda normalidad hasta que fueron asaltados por esos forajidos.
Mientras hablaban, Raquel miraba disimuladamente al escudero. Sus bellos ojos buscaban la figura de aquel muchacho que había podido con astucia y con sorprendente rapidez, poner en fuga a los asaltantes de caminos que estuvieron a punto de forzarla. Si esto ya era motivo para admirarle, su gentil cuerpo, su semblante de facciones suaves y esculturales, le hacían tan atractivo, que se le germinó en su alma como un ser irresistible. Durante todo el trayecto, evitando que sus ojos cruzaran la mirada con el joven, no dejó de comérselo con la vista.
Cuando llegaron a la puerta de Callosa, por la que Rigoberto había salido con don Diego, el escudero informó a la guardia de su regreso y de la identidad de su acompañamiento, a fin de que no le fuesen cobrada la alcabala de acceso a la ciudad, de la que los médicos y algunos otros oficios estaban exentos.
Rigoberto narró el incidente de los asaltantes a los soldados.
—Probablemente sean de la cercana morería de Crevillente —afirmó el sargento. Continúan dando problemas, pese a las disposiciones reales.
Desde el reinado de Alonso V, que Dios tenga en su Gloria, los problemas han sido constantes con los mudéjares de las morerías de los lugares de alrededor, que suponen una verdadera frontera interior. A las importantes comunidades mudéjares de Elda, algo más retirada, y de Elche, Crevillente, Asprella y Albatera, sin olvidar las vecinas del Reino de Murcia de Abanilla, Fortuna y del valle de Ricote, se les consideraba una fuente constante de conflictos, a cuyos miembros se les imputaba toda clase de delito, fueran o no los autores mudéjares. Y, de unos años a esta parte, la morería de Monforte era causa de graves preocupaciones. No hacía mucho tiempo que monfortinos dieron muerte violenta en término de Orihuela a Nicolau de Molins y Marti Gronyo y otras personas fueron cautivadas porque, además, se infiltraban almogávares desde la frontera nazarí, a la que alcanzaban de regreso tras sus fechorías en un solo día.
Para dar custodia a campesinos y pastores, se patrullaban constantemente los campos, pero siempre era posible que quedase algún sector sin vigilancia durante unas horas, y se aprovechaban de ello los rufianes. Como había sido el caso.
Se detuvieron en el interior de la celoquia junto a la nueva residencia de don Alonso. Rigoberto tomó por la cintura a Raquel para ayudarla a bajar de la carreta. Cubierta por la capa del joven, al estar el vestido desgarrado, pudo entrever uno de los turgentes pechos de la joven.
Cuando don Alonso vio al médico judío, que le aguardaba junto a Rigoberto y su hija, a las puertas de la residencia que le había sido generosamente cedida, le reconoció inmediatamente.
—¡Mi buen Leví! ¿Qué hacéis por estos pagos, buen amigo?
Contó Leví la situación insoportable que se había sufrido en Caravaca tras la entrada de Pedro Fajardo y sus tropas, de cómo había aprovechado la partida de la hueste de don Alonso para salir de la villa con su hija Raquel y el incidente de los forajidos.
Don Alonso escuchó atentamente al judío, mostrando su rostro la preocupación por la situación de su mesnada y familias. Esperaba que pronto llegase su carta al rey y al obispo de la Orden y que eximieran de culpa a sus fieles seguidores. Llegó a pensar que, de ser necesario, se entregaría.
Acomodó el Batle don Joan, al médico y a su hija en una de las casas cercanas a la residencia de don Alonso y le propuso que ejerciera su ciencia en la localidad.
—En lo que pueda ayudar, podéis contad conmigo señor —respondió Leví. Mi oficio no es otro que el de aliviar a los enfermos de sus males y curar en lo que Yahvé me permita.
Informado el gobernador del asalto padecido por el metge recién llegado, mandó duplicar la frecuencia de las patrullas y que se llegara la fuerza hasta las vecinas Crevillente y Albatera, por si pudiesen dar con los criminales. Localizar a un hombre con la clavícula rota era asunto asequible.
Aquella noche, Rigoberto soñó con Raquel. En las oníricas imágenes vio sus pechos desnudos y su joven virilidad se manifestó en una descarga de goce. Despertó con su entrepierna humedecida y su alma enamorada y cautivada por la doncella judía.
(Continuará...)