domingo, 30 de marzo de 2025

SOEZ COSA ES UN CLAVO (8)


 

VIII

          Al alba, don Alonso se levantó. Había pasado buena noche. La cama, un cómodo lecho, constaba de amplio dosel para proteger del frío del ambiente, en especial, durante las horas en las que el brasero dejaba de ser atizado y bajaba considerablemente la temperatura de la habitación.

          Retiró del centro del lecho su larga espada, que había permanecido durante la noche entre él y su esposa, como estorbo y medida preventiva contra los deseos de la carne. María continuaba dormida.

          Después de asearse en el mueble zafero con aguamanil que había en la estancia, vestirse y calzarse los borceguíes, salió a la antesala, donde ya aguardaban Rigoberto y don Lope. Se dirigieron a la capilla de la celoquia a la primera misa del día. En la puerta, aguardaba don Hernando quien, tras el oficio sacro, partiría a entregar los despachos encargados por don Alonso, primero a Uclés y luego, allí donde parara el rey don Enrique. Era su intención estar de regreso antes de la Natividad de Nuestro Señor.

          Rigoberto pidió autorización a don Alonso para acompañar una legua a don Hernando. Deseaba conocer los alrededores. Su carácter independiente y el estar acostumbrado a vivir en zona campestre y montañera, sin las limitaciones de espacio de las villas, le incitaban a romper el corsé de las murallas y aquella parecía una buena ocasión para cabalgar extramuros. Don Alonso accedió, recomendándole —eso sí— máxima precaución y que diese razón a la guardia a la salida, para que constase su ausencia temporal. De este modo si tardase mucho en regresar, saldrían a buscarle. Y eso hizo.

          Se dirigió don Alonso a la Casa del Gobernador, con quien tenía concertada audiencia. Deseaba entregarle la carta para el rey don Juan y exponerle sus planes de futuro.

—Aquí debemos separarnos, Rigoberto Dijo don Hernando. No os debéis alejar más. Llevad extremo cuidado en vuestro regreso.

El joven asintió y detuvo a la caballería. —Id con Dios, don Hernando.

—Quedad con Él, respondió el caballero. Y espoleó a su jamelgo, marchando en veloz carrera. Trataría de llegar a Novelda antes del anochecer y pasar en su fortaleza la noche.

Rigoberto hizo girar a su caballo y comenzó el regreso a Orihuela con trote pausado. deseaba disfrutar de aquel espacio abierto en una mañana fría, que a la luz del Sol se comenzaba a templar.

Tomó la margen izquierda de la acequia de Escorratell. Gozar de las vistas de su pequeño bosque de ribera vestida del sobrio invierno, distrajo su mente ensoñándose en el futuro. Viéndose caballero y protagonista de gestas en la Cruzada hispana. Ensoñación de la que fue arrancado al oír gritos de auxilio, al otro lado del talud.

          —¡Socorro! ¡Socorro! ¡Ayuda!

          Clavó espuelas a la cabalgadura y en segundos estaba en lo alto de la mota fluvial y pudo ver a dos rufianes tratando de abusar de una joven y a otros dos golpeando a un hombre, junto a una carreta cubierta.

          —¡A mi hija! ¡Salvad a mi hija!

          —Con gran rapidez, Rigoberto golpeó con el plano de la hoja de su filosa de escudero, en una de las clavículas del asaltante que sujetaba a la moza y que estaba de espaldas, oyéndose el crujido de la fractura ósea y el gemido desgarrado que lanzó el herido que, como pudo, huyó del lugar.  El otro de los bribones, miró con cara de asombro y ojos aterrorizados al joven paje, y se dio también a la fuga con veloz carrera.

          Sin descabalgarse, Rigoberto se desprendió de su capa y se la entregó a la joven quien cubrió con ella su cuerpo semidesnudo. Dirigió su caballo hacia el hombre que, magullado, trataba de zafarse de sus asaltantes cuando, al percatarse que llegaba hasta allí caballo y escudero, los agresores tomaron carrerilla huyendo en sus cabalgaduras, abandonando las pertenecías que habían intentado afanar.

          Desmontó Rigoberto y se llegó hasta padre e hija, que se abrazaban invadidos por el miedo.

           —Miles de gracias, señor —le dijo el hombre. Nos habéis salvado vida y honor. Jamás podremos pagar vuestra valentía y decisión al poner en fuga a esos malhechores.

          Rigoberto reconoció al hombre al momento. Era el médico judío de Caravaca. Le recordaba de cuando le compuso una pierna fracturada a un soldado concejil, que se había mancado al caer desde la puerta de Torre Jorquera, al resbalar de la escalera de mano.

          —¡Rofé Leví! No habéis de darme gracias, pues no he hecho sino lo que cualquier hombre de bien y temeroso de Dios, ha de hacer en estos casos.

          —¿Me conocéis? Preguntó asombrado el judío.

          —También soy de Caravaca. He venido a estas tierras acompañando a mi señor don Alonso Fajardo, de quien soy escudero.

          —¡Don Alonso vivo! ¡Y en tierras valencianas de Aragón! ¡Alabado sea Yahvé!

          Rigoberto dirigió su vista con detenimiento a la joven. Tendría unos quince o dieciséis años. De una belleza juvenil fascinante, su rostro destacaba entre sus morenos cabellos y sus ojazos negros. Musitó un agradecimiento y, con timidez, se inclinó. El escudero quedó prendado de su hermosura.

          —Subid a vuestro carro y lleguemos hasta Orihuela. Os acompañaré hasta que veáis a don Alonso, quien sin duda os dará amparo.

          Durante el trayecto, cabalgando a un costado de la carreta, Rigoberto escuchó al médico, que aplicaba ungüentos en las magulladuras y rasguños que había sufrido Raquel, dándole alivio y evitando que pudieran pustular. Le contó que, desde la toma de Caravaca por don Pedro Fajardo, la situación se hizo imposible para los seguidores de don Alonso. Siendo muchos de ellos caballeros santiaguistas, les dio la opción de marchar de la villa, lo que hicieron en su totalidad. Y, a su amparo y al tiempo de su partida, salieron de la villa otros vecinos, como el propio Leví y su hija.

Decidieron que se encaminarían hasta la Corona de Aragón, en busca de unos familiares de su difunta esposa, para rehacer su vida profesional en Segorbe. El viaje discurría con toda normalidad hasta que fueron asaltados por esos forajidos.

Mientras hablaban, Raquel miraba disimuladamente al escudero. Sus bellos ojos buscaban la figura de aquel muchacho que había podido con astucia y con sorprendente rapidez, poner en fuga a los asaltantes de caminos que estuvieron a punto de forzarla. Si esto ya era motivo para admirarle, su gentil cuerpo, su semblante de facciones suaves y esculturales, le hacían tan atractivo, que se le germinó en su alma como un ser irresistible. Durante todo el trayecto, evitando que sus ojos cruzaran la mirada con el joven, no dejó de comérselo con la vista.

Cuando llegaron a la puerta de Callosa, por la que Rigoberto había salido con don Diego, el escudero informó a la guardia de su regreso y de la identidad de su acompañamiento, a fin de que no le fuesen cobrada la alcabala de acceso a la ciudad, de la que los médicos y algunos otros oficios estaban exentos.

Rigoberto narró el incidente de los asaltantes a los soldados.

 —Probablemente sean de la cercana morería de Crevillente —afirmó el sargento. Continúan dando problemas, pese a las disposiciones reales.

Desde el reinado de Alonso V, que Dios tenga en su Gloria, los problemas han sido constantes con los mudéjares de las morerías de los lugares de alrededor, que suponen una verdadera frontera interior. A las importantes comunidades mudéjares de Elda, algo más retirada, y de Elche, Crevillente, Asprella y Albatera, sin olvidar las vecinas del Reino de Murcia de Abanilla, Fortuna y del valle de Ricote, se les consideraba una fuente constante de conflictos, a cuyos miembros se les imputaba toda clase de delito, fueran o no los autores mudéjares. Y, de unos años a esta parte, la morería de Monforte era causa de graves preocupaciones. No hacía mucho tiempo que monfortinos dieron muerte violenta en término de Orihuela a Nicolau de Molins y Marti Gronyo y otras personas fueron cautivadas porque, además, se infiltraban almogávares desde la frontera nazarí, a la que alcanzaban de regreso tras sus fechorías en un solo día.

Para dar custodia a campesinos y pastores, se patrullaban constantemente los campos, pero siempre era posible que quedase algún sector sin vigilancia durante unas horas, y se aprovechaban de ello los rufianes. Como había sido el caso.

Se detuvieron en el interior de la celoquia junto a la nueva residencia de don Alonso. Rigoberto tomó por la cintura a Raquel para ayudarla a bajar de la carreta. Cubierta por la capa del joven, al estar el vestido desgarrado, pudo entrever uno de los turgentes pechos de la joven.

 Cuando don Alonso vio al médico judío, que le aguardaba junto a Rigoberto y su hija, a las puertas de la residencia que le había sido generosamente cedida, le reconoció inmediatamente.

—¡Mi buen Leví! ¿Qué hacéis por estos pagos, buen amigo?

Contó Leví la situación insoportable que se había sufrido en Caravaca tras la entrada de Pedro Fajardo y sus tropas, de cómo había aprovechado la partida de la hueste de don Alonso para salir de la villa con su hija Raquel y el incidente de los forajidos.

          Don Alonso escuchó atentamente al judío, mostrando su rostro la preocupación por la situación de su mesnada y familias. Esperaba que pronto llegase su carta al rey y al obispo de la Orden y que eximieran de culpa a sus fieles seguidores. Llegó a pensar que, de ser necesario, se entregaría.

          Acomodó el Batle don Joan, al médico y a su hija en una de las casas cercanas a la residencia de don Alonso y le propuso que ejerciera su ciencia en la localidad.

          —En lo que pueda ayudar, podéis contad conmigo señor —respondió Leví. Mi oficio no es otro que el de aliviar a los enfermos de sus males y curar en lo que Yahvé me permita.

          Informado el gobernador del asalto padecido por el metge recién llegado, mandó duplicar la frecuencia de las patrullas y que se llegara la fuerza hasta las vecinas Crevillente y Albatera, por si pudiesen dar con los criminales. Localizar a un hombre con la clavícula rota era asunto asequible.

          Aquella noche, Rigoberto soñó con Raquel. En las oníricas imágenes vio sus pechos desnudos y su joven virilidad se manifestó en una descarga de goce. Despertó con su entrepierna humedecida y su alma enamorada y cautivada por la doncella judía.

 

(Continuará...)

jueves, 27 de marzo de 2025

SOEZ COSA ES UN CLAVO (7)


VII

          La comitiva fue avistada por la guardia de la fortaleza, a más de una legua de distancia. El que el alférez don Diego llevase desplegado y bien visible el pendón de Fajardo, apoyada su asta en la cuja de la silla, le daba más visibilidad si cabe que, por lo demás, no pretendían dificultar. Desde que, atravesada la llanura de La Matanza, se aseguraron de estar en tierras valencianas, el disimulo que hasta entonces habían procurado mantener, no era ya menester. Antes bien, buscaban el ser vistos para que no pudieran recaer sospechas sobre sus buenas intenciones.

           En este campo se han librado cruentas batallas. Tantas, que el rey don Jaime el Conquistador, cuando preguntó por su nombre, quedó perturbado al conocerlo —dijo don Hernando a Rigoberto, cuando lo cruzaban en dirección a Orihuela. Y dicen los del lugar que, en las noches sin luna, las almas de los desdichados sarracenos que murieron a ferro sin abrazar la verdadera confesión de nuestro Señor Jesucristo vagan por ella suplicando la paz del descanso eterno, con gemidos aterradores y refulgidos infernales.

          A Rigoberto le dio un escalofrío aquel comentario. Mas, no se arredró. Era valiente y tenía el firme propósito de que nada le turbara en la vida.

          Conforme se aproximaban a la ciudad, vieron venir desde ella a una formación de hombres de a caballo. Sin duda, iban a su encuentro.

          Se adelantó don Pedro de Arróniz a su cruce.

          ¡Ave María! —gritó Arróniz, al llegar a su altura.

          —¡Llena es de Gracia! —le contestaron. ¿Quiénes sois?

          —¡Santiago! Y mi señor Fajardo “El Bravo”.

          —Os esperan en la ciudad, os hemos venido a escoltar en el último tramo del camino.

          Aguardaron a que llegara el resto del grupo. El que mandaba la fuerza, se dirigió a don Alonso y, respetuosamente se puso a sus órdenes. La comitiva se encaminó hacia la ciudad, a la que accedieron por la puerta del Bonell, dejando a su derecha la de San Agustín, para cruzar sobre el río Segura y, precedidos por el estandarte de los Fajardo, pasaron la primera cerca de la albacara y entraron en la ciudad por la puerta de la Puente, donde la guardia estaba formada y presentó armas en alarde de revista a don Alonso quien, cabalgado, les saludó respetuosa y marcialmente. En la inmediata replaceta, estaba el señor obispo y otras autoridades y, un poco más allá, la esposa de don Alonso, doña María Piñero, rodeada de varios de sus nietos. Al verla, don Alonso se sintió aliviado por su aparente buen estado.

          Desmontó don Alonso. Los demás caballeros y todo el séquito también lo hicieron, salvo don Diego que continuó, en posición altiva en su caballo, portando el guion de las hojas de ortigas de los fajardos.

          Avanzó el Gobernador, quien tomó por los brazos a don Alonso, en señal pública de amistad y bienvenida, y le presentó a los miembros de su Consell. A continuación, fue el delegado episcopal quien le saludó ofreciéndole el anillo, que besó ceremoniosamente, encabezando al numeroso clero de la localidad. Por último, pudo saludar a su querida esposa y a sus nietecillos.  Doña María, se inclinó ante su esposo, quien la tomó por las manos y alzó, besándola en la frente. Aun a su edad y pluríparta, conservaba bien sus hechuras femeninas, que resaltaba un bello vestido de color carmesí de corte renacentista a la genovesa, ribeteado en oro. Los retoños, pese a sus cortas edades, mantuvieron su posición en fila de mayo a menor, a los que don Alonso besó en las mejillas, acachándose a sus alturas a unos o alzándolos hasta su cara. También aguardaba la esposa de don Lope, a la sazón dama de compañía de doña María Piñero y sus hijos.

          Después de los saludos, ya más relajados, se encaminaron hacia la Iglesia de Santiago, recientemente sacramentada y abierta al culto, donde el delegado episcopal ofició la santa misa, junto con los demás curas y los freires ordenados de Santiago.

          Fueron luego hasta el palacio colegial, donde se ofreció un reconstituyente desayuno, mientras se daba alojamiento a la milicia que los acompañaba.

Don Joan Rodríguez, Batle de Orihuela, había dispuesto algunas casas para acoger en el último círculo de los siete en los que, en torno y hasta la cima del cerro de San Miguel, se erigía la fortaleza oriolana, tanto a Doña María y sus nietos, como a los ilustres visitantes que iba a acoger la ciudad, en la zona palaciega en y entre las cuatro grandes torres que componían el alcázar superior, dentro de la celoquia.

Don Alonso ordenó a Rigoberto que cogiese la impedimenta y le acompañase hasta los aposentos asignados a Doña María. Viviría en ellos también. Una vez en la sala principal, “El Bravo”, se rindió al abrazo de su esposa, a la que tuvo que apartar dulcemente pues a su contacto notó como se recobraba el vigor viril y, conforme a la regla de la Orden de Santiago, los caballeros no podían tener contacto carnal con sus esposas en los tiempos de Adviento en los que se encontraban. María, lo comprendió y también se reprimió el deseo.

Tomó, eso sí, un largo baño cliente y por fin pudo relajarse. Sin duda —se dijo para sí— he sido recibido con honores inmerecidos. Siempre estaré agradecido a estas buenas gentes, de tan grata hospitalidad.

Doña María ordenó lavar las ropas de su marido, mugrientas por su exposición al camino realizado, y le cedió un jubón limpio, de estar por casa. Un buen fuego alimentaba la chimenea de aquel salón en el que reinaba un agradable ambiente. Se sentó a la mesa central.

¡Rigoberto! —llamó don Alonso a su escudero— ¡traed el recado de escribir!

Al poco el joven estaba sentado y dispuesto a escribir lo que su señor le dictara.

«En el año de Nuestro Señor de mil y cuatrocientos y sesenta y uno, festividad de Santa Lucía de Siracusa, virgen y mártir» —Comenzó don Alonso a dictarle.

«Señor don Enrique IV. Mi rey y señor. Administrador de la Real Orden de Caballería de Santiago:

Con toda humildad y resignación, os ruego en mérito a mis servicios al reino, que perdonéis a todos los caballeros y hueste que me han acompañado y guarnecido hasta la fecha del día siete próximo pasado, festividad de San Ambrosio, en la que abandoné las villas de la Cruz que os administraba a vos y a Santiago. Ninguno de ellos pudo haceros ofensa alguna pues, por estar a mi servicio, creían estar al de vos y obrar con fidelidad para vos y el bien de vuestros reinos.

También, os ruego clemencia y total indulgencia para don Hernando de Espinosa, don Diego Tudela y don Pedro Arróniz, pues en todo de haber cargo de responsabilidad, ha de entenderse a mí concerniente por único.

Gracias por vuestra generosidad. Dios os guarde.»

          Y prosiguió dictando una nueva carta, con igual fecha, dirigida al Obispo-prior de Santiago en Uclés, por la que, asimismo, pedía que fuesen exonerados todos los hermanos de la Orden que estuvieron a su servicio, «…pues han sido fieles a la Regla y a la militia ordinem a mi cargo.»

          A continuación, después de repasar los escritos, los firmó, signó con la cruz de doble brazo, rubricó, lacró y selló ceremoniosamente con el anillo con sus armas nobiliarias.

          Hizo llegar a don Hernando de Espinosa, a quien encargó llevar a tan altos destinatarios sus despachos.

           —Mi buen Hernando, portadlos y entregadlos con máximo sigilo al Obispo-prior de la Orden en Uclés y al rey Enrique, averiguando donde para. En ellas solicito que no se os tenga en responsabilidad alguna a todos los que me habéis servido fielmente durante tantos años, pues sólo es cosa mía lo sucedido. Y, os licencio de estar a mi servicio y os libero para que hagáis cuanto os plazca.

—Sólo deseo continuar a vuestras órdenes hasta que Dios nos llame a su Juicio, don Alonso.

—Si así lo deseáis, una vez cumplida la misión que os encargo, regresad aquí, donde se os dará razón de mi paradero, de haberme ausentado. Porque los planes de “El Bravo” eran los de instalarse en Benidorm al amparo de su fiel amigo don Juan de Soto. Y para tal fin volvió a dictar una última carta, de igual fecha a las anteriores. Esta vez dirigida al rey de Aragón, don Juan II.

 

(Continuará...)


 

SOEZ COSA ES UN CLAVO. BIBLIOGRAFÍA.

  BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA   "El tener y guardar esta fortaleza de Lorca e las torres Alfonsí y del Espolón para el servicio del r...