sábado, 12 de abril de 2025

SOEZ COSA ES UN CLAVO (14)


 

XIV

Le encontró Nuño malherido, agonizante. Hizo que el caballo de Porfirio sobrepasase el tronco al paso, tomado por las riendas, y dispuso al accidentado como si fuese un fardo sobre la silla de montar. Desmadejado, su cabeza, brazos y piernas colgaban inertes, bajo la capa con la que su colega de oficio le cubrió lo mejor que pudo. Cuando llegó a Sant Mateu ya había fallecido. Las lesiones sufridas y el estado de hipotermia en que se encontraba le llevaron irremediablemente a la muerte.

Entró a la capital del maestrazgo por el portal de Morella, donde dio cuenta a la guardia.  Luego, condujo el cadáver hasta la iglesia arciprestal, para que le fuese dada cristiana sepultura.

La posta estaba junto a la Universidad, no muy lejos del palacio maestral de la Orden de Montesa. Era un robusto edificio rectangular, en el que el ala derecha estaba destinada a las caballerías de relevo y el ala izquierda a la cocina-comedor y celdas de descanso. El único piso superior hacía de troje, en la que se almacenaba el grano y otros frutos, así como servía de lugar de curación para embutidos; y, el sótano, estaba destinado a bodega, con grandes tinajones de vino, gerras d’oli  y un espacio para la curación de quesos.

Afligido por la muerte de su amigo, Nuño se sentó sobre la bancada que cercaba a la mesa central. Le sirvieron una escudilla con un buen puchero de gallina. Los albergues de postas en general y los de Aragón en especial, tenían fama de buen comer y facilitar cómodos descansos tanto a jinetes como a cabalgaduras. No le habían dado despachos de contestación a su correo del rey Enrique para el rey Juan, así que había tomado camino a Valencia, para visitar la famosa mancebía, una de las mejores y más renombradas de Europa, conocida como la pobla de les fembres peccadrius y que, durante la Navidad (al igual que en otras fechas religiosas como Cuaresma, Semana Santa, Asunción y el Corpus), permanecían cerradas de modo que, llegada esa fecha, quien se encontrata intramuros, al cerrarse la puerta de control de acceso, permanecía en él hasta su reapertura. Y ello es lo que tenía planeado Porfirio: ingresar en el recinto del burdel en hora y día de abierto y permanecer disimuladamente en él hasta su nueva apertura, dos días después. Que bien provisto de dineros iba para poder festear desenfrenadamente.

—¿Nuño de La Bureba? —preguntó nada más entrar el alguacil que, acompañado de dos guardias, había llegado hasta la posta.

—Yo soy —respondió el correo.

—Os ruego que nos acompañéis. Se os quiere interrogar sobre el fallecido a quienes tratasteis de prestar auxilio.

—Cuándo y cómo queráis, señor alguacil.

El edificio del Ayuntamiento no se encontraba muy lejos. Ubicado en una de las calles que desembocaban en la Plaza Mayor, era una construcción recién terminada, que se destacaba por su buena fábrica. Sin duda, los miembros del Consell habían querido no desmerecer al imponente palacio maestral. En el piso superior, unas artísticas ventanas góticas, daban iluminación a las estancias y, en especial, al salón de sesiones, donde el Justicia le recibió.

—Nuño de La Bureba, hacednos el favor de tomad asiento —le dijo el Justicia al correo, indicándole un banco de madera, sin duda, proveniente de las antiguas dependencias judiciales pues estaba ajado por el uso, lo que contrastaba con la mayoría del resto del mobiliario, de reciente fábrica.

Sentado en la cátedra de aquel salón, el Justicia don Gilabreto de Solerm, parecía aún más pequeño de lo que realmente era. Se trataba de un hombre de corta estatura y regordete, de unos sesenta años, cabello blanco y ojos pardos de mirada taciturna. Según le había comentado el jefe de la escolta, estaba muy bien considerado y tenido por hombre muy justo en la administración de su cargo en nombre del rey.

A su derecha, en un cómodo escritorio, el escribano estaba dispuesto para levantar la correspondiente acta.

—Deseamos —prosiguió— que nos contéis cuantos detalles conozcáis sobre el correo del rey fallecido y que vos condujisteis hasta aquí.

Contó Nuño cómo se habían despedido en la posta de Morella y cómo, al llegar al puente sobre el cauce de la Font, se encontró a Porfirio malherido, cómo lo acarreó sobre su caballo y lo llegó hasta San Mateu.

 —¿Os parece que el tronco pudo estar allí situado deliberadamente o se derrumbó a causa de la ventisca? —le preguntó don Gilaberto.

—Me dio la sensación de que el árbol cayó naturalmente. Al menos su posición aparentaba haber caido al azar, pues la parte del tronco, sin ramas, ocupaba casi la mitad del tablero del puente, por donde era más fácil vadearlo. Probablemente, Porfirio no pudo manejar a su caballo para saltarlo, pues él estaba al otro lado, dentro del puente. El caballo debió frenar en seco.

—Pues en nada más os ocupamos. Id a descansad. Mañana, después de misa, id a ver al Maestre don Lluis de Despuig —concluyó el Justicia. Id con Dios.

—Quedad con Él, vuesa honorable merced. Y se retiró Nuño sin darle la espalda, andando hacia atrás, en señal de respeto.

Amaneció fría la mañana. Cubierta de nubes, amenazantes por su blanquecino tono, de una próxima nevada. Nuño fue hasta el palacio del Maestrazgo, para ser recibido por el Maestre de la Orden de Santa María de Montesa y San Jorge de Alfama. Fusionadas ambas órdenes militares en el año de Nuestro Señor de 1400, Desde 1453, ostentaba la más alta dignidad de la Orden el jativés Lluis Despuig. Hombre inteligente y muy trabajador, había prestado grandes servicios a la Corona de Aragón y estaba tan magníficamente considerado por don Juan II, que lo tenía por su mejor y más fiel consejero en asuntos políticos-militares.

—Llegaos hasta mí, Nuño —le dijo el Maestre al verle entrar por la puerta.

El correo, besó el anillo de la mano diestra del freire, postrándose de rodillas, quien le asió por los codos, alzándole.

—¡Qué misión háis de cumplir ahora?  —le preguntó don Lluis.

—Ninguna he, salvo la de regresar a la Corte de Castilla —respondió el correo real.

—Pues os desearía hacer un encargo, por lo que os pagaremos vuestros servicios. El correo aragonés fallecido, llevaba varios despachos a Orihuela, en el confín sur del reino. Despachos que son de relativa importancia para su buen gobierno. Carecemos de emisarios francos de servicio en este momento, de modo que, si nos hicieseis el gran favor de portarlos vos, nos sería de gran utilidad y sosiego.

—Me pongo a vuestra disposición, señor. —contestó Nuño.

Le entregó el Maestre tres despachos lacrados con el sello real, con destino al gobierno de Orihuela y el bolsín y la alforja de Porfirio.

—Para que la hagáis llegar a su viuda y llevad los despachos a su destino. Tomad estas monedas en pago de vuestros servicios. Id con Dios —le despidió don Lluis.

Se retiró Nuño con los despachos, también sin darle la espalda y tras besar su anillo de nuevo. En la posta le fue entregado un rancho en frío, cogió su caballo y partió veloz. Eran dos jornadas por delante las que le esperaban antes de llegar a Orihuela y los días eran muy cortos en aquellas fechas inmediatas a la Natividad de Nuestro Señor.

Hizo noche en el Castell de Cullera (no quiso descansar en Valencia capital para evitar todo tipo de tentación). Reemprendió el camino nada más amanecer y, antes de llegar a Orihuela, fue a Catral, a ver a la viuda de Porfirio y comunicarle la triste noticia.

 Catral era un rico paraje oriolano, abundante en huerta y, sobre todo, en campos de cereal. Preguntó a unos lugareños y le indicaron una casa en la calle del Sol, hasta la que se llegó.

Un hombre mayor hacía pleita a la entrada de la casa.

—¿Es esta la casa de Porfirio? —preguntó Nuño.

—Aquí es. ¿Qué deseáis? —le contestó el anciano.

—Quisiera hablar con su esposa. Traigo noticias de su esposo —indicó el correo real.

—Soy el padre de Porfirio. ¿Le ha pasado algún mal? —preguntó alarmado.

—Sufrió un grave accidente regresando de Morella y ha fallecido. Aquí traigo sus pertenencias para dárselas a su viuda —dijo Nuño.

Salió la viuda del interior de su casa. Vestía con pulcritud una saya amplia, con cíngulo a la cintura, le permitía hacer los trabajos de campo. Una pelerina recubría sus hombros para darle calor y unos zuecos le aislaban de la humedad del suelo. Tendría unos veinticinco o veintiséis años.

—¿Qué sucede, padre? —dijo al ver al emisario a la puerta de su casa.

—Porfirio ha fallecido. Que Dios le acoja en su seno y se apiade de nosotros —expresó lacónicamente el anciano.

—Estas son sus pertenencias dijo Nuño, entregando las alforjas a la viuda. Y tomad estos dineros, son de su bolsín, que había llenado con los que le había entregado el Maestre don Lluis.

La viuda tomó en sus manos los objetos que le daban, prorrumpió en llanto y se desmalló. 

 

(Continuará...)

4 comentarios:

  1. Con mucha razón dice el padre del fallecido Porfirio "Dios lo tenga en su seno y se apiade de nosotros" (lo cito de memoria no sé. si es literal. Una mujer viuda y un anciano, necesitaban en aquel tiempo un varón que los protegiese y ayudará al sustento. Ya se dice que las penas con pan son menos. Seguramente, tendría que volver a casarse si tuviera ocasión, desconocemos si deja huérfanos Porfirio. Sigo deleitándome con este nuevo capítulo y a la espera del siguiente.

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    1. Muchas gracias por tus comentarios.
      Porfirio tenía un hijo. Lo vimos en el capítulo anterior.

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  2. Precioso capítulo. Qué bien narrado y, cuántas cosas, nombres, costumbres, tratamientos... aprendemos.

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